Si bien los doce años de Gobierno del PT estuvieron marcados por el crecimiento económico y la reducción de la pobreza, superar la desigualdad sigue siendo una asignatura pendiente.
Después de doce años de gobierno, el pasado 26 de octubre el Partido de los Trabajadores alcanzó su cuarto triunfo en elecciones muy reñidas. Apenas tres millones y medio de votos de diferencia de un total de 142.467.862 millones de electores dieron el triunfo a Dilma Rouseff. Desde entonces no cesan los análisis y las interpretaciones interesadas en mostrar las razones de ambos términos de la primera afirmación: por qué el PT volvió a ganar y por qué estas han sido las elecciones más reñidas de la historia de Brasil.
A los primeros no le faltan razones. La evolución económica y social brasileña de estos doce últimos años las provee en abundancia. Brasil ha tenido un sostenido crecimiento del PBI hasta colocarse en la séptima posición entre las economías más ricas del mundo. Es cierto que la desaceleración en los dos últimos ha sido importante, pero todavía no borra la memoria de las tasas de 5, 6 y 7 por ciento que se alcanzaron en diferentes momentos. El gran efecto de la política económica petista ha sido la mayor consolidación e independencia económica de Brasil, lo que se refleja, por ejemplo, en el desendeudamiento internacional. En 2003, en inicios del primer mandato de Lula da Silva, la relación entre deuda líquida y producto interno bruto (PIB) era del 52%. Hoy se encuentra cerca del 34%. En el mismo periodo las reservas internacionales crecieron de 30 mil millones de dólares a más de 300 mil millones.
Estos resultados se debieron fundamentalmente a un contexto internacional muy favorable que demandó de forma sostenida commodities brasileñas a un alto precio. Pero fue decisión del Gobierno dar continuidad a los postulados principales de la política económica del gobierno del opositor Fernando Enrique Cardozo. A pesar de la retórica electoral propia y opositora, ni Lula ni mucho menos Dilma confrontaron con el capital nacional o internacional. Por el contrario, gran parte de los grupos económicos brasileños acumularon grandes ganancias a lo largo de los doce años de gestión PT.
La inflación, si bien ahora está en un nivel relativamente alto, nunca excedió el techo de la meta fijada por el Banco Central. Estas condiciones macroeconómicas hicieron que Brasil pudiese campear la tormenta de la crisis internacional sin costos demasiado altos. La apuesta fue el fortalecimiento del mercado interno: fuertes subsidios estatales canalizados en forma de programas sociales mantuvieron el calor de la economía en época de bajas inversiones.
Y fue esta apuesta la que le brindó al Gobierno petista sus mejores resultados sociales, y, para muchos, la razón principal de su permanencia en el poder. Más de 35 millones de personas dejaron de ser consideradas pobres para pasar a integrar la nueva clase media. La indigencia se redujo del 15% a menos del 6% de la población. Desde las gestiones petistas se crearon enormes programas de transferencia de renta hacia los más pobres. Bolsa Familia, el gran protagonista de la reelección, cuenta con más de 11 millones de familias beneficiarias. Pero están también “Brasil Sin Miseria” para combatir la pobreza más extrema y “Mi casa, Mi vida”, ambicioso programa de construcción de viviendas. En educación, el PRONATEC aumentó fuertemente las matrículas en las escuelas técnicas y, quizás los más simbólicos, el FIES y el PROUNI permitieron a más de un millón de familias brasileñas tener una primera generación de estudiantes universitarios.
Pero no todas fueron dádivas estatales. Los cambios más importantes en la reducción de la pobreza y la indigencia han llegado de la mano del crecimiento económico y la generación de empleo. El desempleo pasó del 12% en los inicios de Lula a menos de 5% en la actualidad. El trabajo informal se redujo del 22% al 13%. El salario mínimo subió de 200 a 724 reales. Todos los sectores asalariados registraron aumentos en promedio por encima de la inflación.
Por lo tanto, razones de continuidad no faltan. Pero, aun así, las últimas elecciones se vivieron en un altísimo clima de incertidumbre sobre los resultados. Dilma venció en 2010 con más del 56% de los votos y 12 millones de votos de diferencia. Ahora, con el 51%, obtuvo sólo 3,5 millones de diferencia. ¿Cuál es la causa de este descenso? La mayor parte de los análisis se dirigen hacia el agotamiento del esquema de gobernabilidad del PT. Los dos últimos años de Dilma han sido los peores en todos los indicadores de crecimiento económico, reducción de la pobreza, desempleo e inflación. Comienza a resquebrajarse la estrategia de fortalecimiento del mercado interno vía subsidios estatales y las inversiones internacionales siguen exigiendo mejor “clima de negocios” para sus intereses. La falta de fondos para el reparto produce las consabidas tensiones en la base político económica del PT, sus alianzas con el PMDB (derecha caudillista) y el agronegocio le obligan a más concesiones. El costo: renunciar a buena parte de los ideales éticos de emancipación y sostenibilidad ambiental que animaron la historia del PT. Los escándalos de corrupción, en particular aquellos dirigidos a asegurar estas alianzas (mensalão, Petrobras), indignan más a la ciudadanía.
Ahora bien, estas concesiones y corrupciones han acompañado los 12 años del gobierno del PT. ¿Por qué ahora hacen mella a punto tal de poner en jaque su continuidad en el gobierno? Aquí los análisis no son tan claros y esto se debe a que no se toma debida nota de que la declinación del PT es hija de su propio éxito.
En efecto, una parte importante de los 35 millones de brasileños que salieron de la pobreza, que accedieron a mejores niveles de trabajo, educación y salud, comienzan a reclamar más, porque tienen más aspiraciones y más capacidad para demandar. Ya no basta tener escuelas o puestos sanitarios; ahora piden que las escuelas y los hospitales sean de calidad. Por eso los gastos que no están destinados a estas mejoras indignan más que antes. Durante todo el año que precedió a la copa del mundo se sucedieron las manifestaciones que reclamaban escuelas, hospitales, seguridad, transporte “padrão FIFA”. En un hecho inédito en la historia democrática de Brasil, 200 mil personas llegaron a manifestarse en un mismo día con esas consignas. Muy significativa fue la reacción del Gobierno: el anuncio de una reforma política –aún incumplida–. Evidentemente comenzó a tomar conciencia de que la política es crecientemente percibida por la ciudadanía como parte del problema y no de la solución, y como cómplice de la preservación de privilegios –sobre todo de los propios políticos– y no factor de cambio.
Y aquí está la cuestión principal, porque si bien, como hemos dicho, el período del PT ha sido efectivo en términos del crecimiento económico y de reducción de la pobreza, no lo ha sido tanto en la resolución del principal problema de Brasil: la desigualdad.
En el primer gobierno de Lula hubo cierta reducción de la brecha de ingresos entre los sectores más ricos y más pobres de la población, pero ha sido muy tenue, no sostenida en los períodos posteriores. Brasil sigue estando entre los países más desiguales del mundo. Y es la desigualdad la madre de todos los principales males que hoy lo acechan.
En contexto de alta desigualdad, el crecimiento económico termina beneficiando más a lo que más tienen. Se necesitan mayores márgenes de crecimiento para que pueda derramarse sobre los más desposeídos. Esa desigualdad es la que produce el descrédito de los políticos y la consecuente “desafección” con la democracia.
También es la desigualdad la principal promotora de la violencia. En contexto de alta desigualdad, no es extraño que cada vez más personas, entre las que menos tienen, busquen alternativas ilegales para acceder a los bienes de consumo que les son negados, aunque ofrecidos como símbolos de la felicidad y el progreso. Más de 30 mil personas por año mueren en Brasil por violencia, número tres veces mayor que el promedio mundial. Obviamente no son los ricos los más afectados sino los pobres confinados en favelas a merced de narcotraficantes y policías corruptos.
Las poco efectivas medidas redistribucionistas del Gobierno no han conmovido el “núcleo duro” de las desigualdades y sectores crecientes de la nueva clase media son cada vez más conscientes de esto. Se hacen más intolerantes a los privilegios, a la corrupción, a la baja calidad institucional que les resta chances de acceder a mejores condiciones de vida. Allí, y no en otro lado, está la pérdida de votos del PT. Pérdida que no ha sido mayor por la carencia de alternativas. En efecto, una efectiva campaña publicitaria del Gobierno, sumada a los desaciertos de la oposición, han hecho que ésta quedase más asociada al pasado que a un futuro superador.
En todo este fenómeno hay un Brasil nuevo que se manifiesta aún con movimientos incipientes y que tiene mucho camino por recorrer. En particular para remover las bases culturales tan fuertes en Brasil que “naturalizan” estas desigualdades. La polarización de la segunda vuelta electoral puso de manifiesto en las redes sociales altísimos niveles de violencia asociados a profundas razones históricas, raciales, económicas, geográficas, que no son fáciles de remover ni aun con el mejor plan de redistribución del ingresos.
El gran poeta Machado de Asis supo decir: “O medo é um preconceito dos nervos. E um preconceito, desfaz-se – basta a simples reflexão”. Este ajustado resultado electoral es una gran oportunidad para la reflexión. Una reflexión que permita al Gobierno, a la oposición y a la sociedad general reducir los prejuicios y las inercias que fragmentan a la sociedad brasileña y paralizan sus posibilidades de progreso.