Una polémica reflexión sobre la relación del Hijo de Dios con los hombres, a partir de una poesía de Lope de Vega.

Cuando los poetas entonan sus versos a lo Divino, acostumbran a dar el “Tú” a Quien, sin embargo, reconocen como infinitamente superior a ellos (por no hablar de la gente corriente). Y lo hacen, naturalmente, asombrándose de que ellos, siendo cosa tan deleznable (por no hablar, de nuevo, de esa gente, o sea de todos los demás), merezcan tener sin embargo un Amigo tan excelso.
Oigamos, sin ir más lejos, al poeta que supo abrir todos los campos de lo humano y lo divino, de lo terreno y hasta de lo vulgar: el “Fénix de los Ingenios”, sorprendiéndose en un famoso soneto de ese amor que sería pura Gabe, pura donación:

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno escuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:
Alma, asómate agora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía!

¡Y cuántas, hermosura soberana:
Mañana le abriremos, respondía,
para lo mismo responder mañana!

Está claro que se trata de la confesión de un arrepentido, como lo fue el propio Lope, metido a fraile en la vejez, tras múltiples aventuras amorosas y hasta deshonrosas. El primer cuarteto está escrito en presente durativo. El resto, en pretérito indefinido, aunque nosotros ya podemos inferir de tantas admiraciones y lamentos dónde se halla ahora el “yo lírico”, a saber: en los infiernos, después de que una buena mañana fuera la última y ya no cupiera dar más largas a la Voz del Amigo, o sea: al Ángel de la Guarda, esa “Voz de la conciencia” que habría debido acoger en su morada a la Voz del Hijo, el cual a su vez acoge y se somete a la Voz del Padre. Tantas voces, escalonadas, metidas al unísono en una sola voz amiga a la que éste “yo” del común, que dirían Aristóteles y Heidegger, ha hecho oídos sordos (Überhören, en buen tedesco).
Pero, ¿por qué se negaba el desdichado poeta a mirar por la ventana? ¿Por qué no quería oír la Voz que le hablaba de por dentro y menos quería que le hablara del Amante plantado ahí fuera? Obviamente, porque –pensaba– se está mejor y más caliente en casa (“ande yo caliente / y ríase la gente” como decía Góngora, el poeta –dizque manchado de sangre judía– odiado por Lope, como buen cristiano viejo). Por eso se niega a hablar de veras y por tanto a escuchar de veras, o por decirlo a las claras: por eso se niega a obedecer. Porque, desde el cuerpo, según se lee, parece que todo se ve al revés: la luz del Cielo es noche; la eterna primavera, invierno. Por eso, si este réprobo hubiera querido escuchar, tendría que haber salido a esa “noche escura”, en verdad más clara que la luz del alborada, de creer a otro y más alto poeta: San Juan de la Cruz. Es más: el calor del “interior” terrenal es hielo para el “afuera” celestial. Así que este hombre es en verdad un “ingrato”. El Otro no le llama para entrar en su casa, sino para que él salga de ella y se le una.
Muy bien, pero ¿por qué se niega el poeta a ser amado, o sea: por qué se niega a salir de sus casillas? La respuesta es fácil: ése que se cree dueño de su casa es en verdad un atolondrado, porque no piensa en su muerte y en lo que le espera tras ella. Podemos entender eso.
No comprendemos en cambio, al menos enseguida, por qué Aquél a quien el poeta llama ahora (por cierto, de “tú”, y con harta familiaridad) “Jesús mío” (ma è tarde!, que diría la Traviata) procura o procuraba su amistad. Y sobre todo, ¿qué interés se sigue o seguía para Jesús de todo ello? ¿Por qué el interés en esta oveja, más que descarriada, obtusa, empeñada como estaba en no salir de casa? ¿Cómo es que alguien Superior, nada menos que la única “hermosura soberana”, se empeña en pasar las noches, cubierta de rocío, a la puerta del renegado? San Pablo nos dará la respuesta. Y lo hará también en forma de un apóstrofe, de un exhorto en modo imperativo: “llevados de la humildad –dice a los de Filipos–, teneos unos a otros por superiores, no atendiendo cada uno a su propio interés, sino al de los otros” (Filipenses 2, 3-4). Eso de que cada uno se humille y tenga al otro por superior a él ya lo sabemos también por la filosofía: es el imperativo categórico kantiano, que manda considerar al otro como fin en sí mismo. Así que ya entendemos la paciencia de Cristo a la puerta de Lope: el interés que movía al Hijo de Dios constituía el verdadero interés del (presunto) Dueño de Casa. Sólo que este pecador, identificado aquí con el poeta, no lo sabía, o no lo quería saber. Y ahora es tarde. La casa-cuerpo, la casa-carne, está que se cae. Y el poeta, el pecador, con ella. Zu spät kommt die Reue! ¡Ya es demasiado tarde para arrepentirse!
Si, por el contrario, hubiera hecho caso a la Voz del Ángel, habría experimentado –salvando las distancias– lo mismo –según el Apóstol– que Cristo, a saber: que, no teniendo Jesús por “codiciable tesoro el mantenerse igual a Dios” (del cual, del Padre, era Él la Voz en este mundo, ahora encomendada como “lo mejor de cada casa” al Ángel amigo), tomó la “forma de esclavo” (morphé doúlou) (¿sólo la forma, pues, como si fuera un vestido?) y se hizo así semejante a los hombres. Comentemos algo esto: desde luego Lope, nuestro poeta, no está en condiciones de proceder a tal travestimento, a menos que creamos con el Heidegger de los años ‘30 que el Poeta es un semidiós. Pero el Poeta sí que puede humillarse, a su manera (él, que es el autor del metarrelato sobre la syngéneia del Dios y los hombres: todos los grandes poetas repiten el gesto de Simónides, recitado a su vez por Pablo en Hechos de los Apóstoles, 17, 29), y exponerse a ser despreciado por los demás hombres. Éstos, por su parte, olvidan en su hybris que todos nosotros somos esclavos de la Carne, y que Dios nuestro Señor nos hará libres con tal de que nosotros queramos y sepamos escuchar su voz, aunque seamos seres libres (o sea: señores de segunda, por delegación) respecto a nuestros propios siervos o esclavos (por más que ahora no los llamemos así: no sería “políticamente correcto”). Vaya. Parece que hemos adelantado algo respecto a la filosofía, empeñada en fijar las relaciones de poder. Pues según Heráclito: “Pólemos es el Padre y el Soberano de todas las cosas: a unos los hizo dioses, a otros hombres; a unos libres, a otros esclavos” (Fr. 53). El cristianismo, en cambio, promete a los hombres la plena libertad con tal de que renieguen de lo de arriba y de lo de abajo: de los dioses y de la carne-tierra. Con tal de que se sujeten a Jesús del Gran Poder.
En fin, no contento con tomar la figura de siervo, el Hijo murió de “muerte de cruz”. Y bien, ¿para qué se “anonadó” o, como dice el texto griego, se “vació” (ekénose)? San Pablo tiene muy claras las razones de todo ello. Cito: “por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Fil. 2, 9-11). ¡Así que era eso! La muerte era sólo un trámite (vergonzoso, eso sí, para todo un Dios, por muy “vacío” que se quedara), a fin de que el Resucitado fuera ensalzado y su nombre elevado sobre todo otro ser: para que todo quisque doblase la rodilla ante Él. Es decir: se debilitó voluntariamente para ser luego más fuerte, para ser lo que ya era de siempre, esencialmente: autárquico, autosuficiente, pero ahora a las claras, a la vista de todos. Para ser más fuerte que todo lo existente. Para ser el Señor del Ser. Siempre, claro está, que obedeciera primeramente a la Ley del Padre. Pues todo eso lo hizo, no para él, sino “para gloria de Dios Padre”. O sea: para manifestarlo, para ser su Portavoz.
Pero, ¿y si alguien se niega, el muy condenado, a doblar la rodilla? Entonces, peor para él. Desde luego. Pero parece que también peor para el propio Jesús, porque entonces su “Embajada” habría sido vana. Por eso procura la amistad de quien se empeña en quedarse “encerrado en su casa”. Por eso quiere que salga por la puerta. Si de todas formas ese hombre va a morir, que sea para pasar “a mejor vida”, y no para ingresar en la “segunda muerte” que aterrorizaba a san Agustín: en la muerte eterna. Ése era el interés de Jesús. Quería salvar al poeta –a pesar de todo, cristiano– de esa muerte eterna. Y en ello le iba mucho. Pues, si no lo lograra, su misión no se habría cumplido. Y es que de cundir el ejemplo (el ejemplo del poeta réprobo, que se niega a abrir al Amado), el Hijo de Dios se habría hecho “esclavo” (que es lo que somos nosotros respecto a Dios, no se olvide) y hecho crucificar para nada y a favor de nadie. Como decía Ortega: “Yo soy yo y mis circunstancias. Y si no las salvo a ellas, no me salvo yo”. Sólo que aquí “yo” es Cristo, y nosotros sus “circunstancias”. Diríamos, con todo respeto: Cristo necesita salvar la cara del Padre porque Él es literalmente su “cara”, su dóxa o manifestación, vuelta hacia nosotros. Y además, como dice el Apóstol de las Gentes, Cristo ha de guardar y nosotros reconocer su “buen nombre”: su honra de Enviado.
¿Un pensamiento blasfemo, éste? Quizá sea sólo, humildemente, un pensamiento humano, demasiado humano. Pues entre la “cadena de mando” del Dios y el Cosmos aristotélico (y, en general, de la filosofía toda, salvo Spinoza y algún que otro réprobo) y la loa paulina a la kénosis (ese juego terrible de querer ser más débil para poder hacerse valer luego como el más fuerte, gracias a Dios, o sea: para llegar a ser el Señor de todo), entre esos dos extremos –digo–,que son comunes en una cosa, a saber: en que lo importante es en definitiva quién manda, quizá sea posible otra actitud, tan débil de fuerzas como firme de carácter: la de las mujeres y la de esos varones que son como ellas, volviendo al revés la crítica viril de Aristóteles , es decir: la de quienes se duelen con el que sufre y, en vez, de la synagogé y la koinonía jerárquica, establecen aquí en la tierra la comunidad de amigos en synalgía: literalmente, en mutua “condolencia”, no por compasión. Sin esperar nada, ni recompensa ni castigo. Sin querer ni precisar ser “salvados”, porque su única fortaleza es la aceptación plena de su debilidad. Es la fuerza de quienes hacen de su necesidad virtud y combaten en la medida de sus posibles a toda esa cadena de mando, empeñada en restaurar una y otra vez la Voz. La fuerza débil, pero obstinada, de quienes están hartos de la Voz del Padre: His Master’s Voice, disfrazada de “Voz del Amigo”.

1Lope Félix de Vega Carpio, Rimas sacras. Soneto 18. Obras selectas. Aguilar. México 1991; II, 116.
2Aristóteles, Ethica Nicomachea;1171b33: «las mujeres y los varones semejantes a ellos se gozan en tener quienes se lamenten con ellos, y los quieren como amigos y partícipes de su dolor (hôs phílous kaì synalgoûntas).» En efecto, ¿cómo va a tener el Varón, y encima si él es el Filósofo, debilidades? Si, en Aristóteles, la comunidad se basa en la amistad, y ésta a su vez, en definitiva, en la cadena de mando (de la absoluta indigencia a la absoluta autosuficiencia del theós, más allá de la pólis, de la physis y hasta de ouranós), la debilidad es cobardía, ineptitud y, en definitiva, deserción.

El autor es catedrático de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid.

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