A dos años de su muerte, recordar a Carlos Floria no significa para mí sumar un homenaje más, siquiera modesto, a los muchos que se le han venido tributando desde entonces. Es evocar, además, virtudes en fuga que Floria encarnó ejemplarmente, tanto en su vida privada como en su rol de intelectual comprometido con la búsqueda de la verdad y con los destinos de su país.
Floria fue, ante todo, un hombre moderado, cualidad que rigió siempre su conducta y su reflexión. Fue también un hombre de fe y un reconocido defensor de la democracia republicana, régimen al que sabía imperfecto pero el único en el que los principios de la soberanía del pueblo y gobierno limitado se sostienen mutuamente. Liberal por temperamento y por convicción, nunca sucumbió a la tentación autoritaria.
A estos rasgos salientes de su personalidad podrían agregarse su limpieza de alma, el amplio alcance de sus simpatías y el generoso trato que dispensaba hasta al más ocasional de sus interlocutores. En este sentido, de Floria podía decirse que era la imagen del verdadero gentleman de que hablaba John Henry Newman, siempre preocupado “por hacer sentir a todos a gusto y en casa”.
Así me hizo sentir durante los años en que me prodigó su amistad, su consejo y su cordial conversación. Porque Floria era, además, un extraordinario conversador, una persona con la que era posible compartir ratos inolvidables durante los cuales se producía ese efecto que Michael Oakeshott, en un ensayo maravilloso, describió como “una espontánea aventura intelectual”, “una relación oblicua” entre voces que no componen una jerarquía, que tampoco buscan persuadir ni refutarse recíprocamente y que, sin la exigencia de un beneficio extrínseco o de una conclusión perentoria, “pueden diferir sin estar en desacuerdo”.
Sándor Márai era el escritor que más me mencionaba últimamente. Y por cierto algunos nombres consagrados en el campo de la ciencia política: Raymond Aron, Stanley Hoffmann, Robert Dahl, Sartori…, junto a otros que no me eran conocidos más que de oídas. También eran recurrentes sus referencias al nacionalismo, tema que de veras lo obsesionaba. Por invitación de CRITERIO me fue dado escribir una reseña de su libro Pasiones nacionalistas. De ahí recuerdo, en particular, los párrafos sobre el affaire Dreyfus, “cara lección para los simplificadores de izquierda y derecha”, y la aseveración según la cual para poder integrar la marcha progresiva de la sociedad hacia la democracia política es menester que el nacionalismo abandone su extracción organicista reconociendo al hombre concreto como centro de ese proceso en lugar de disolverlo en su colectividad. También acude a mi mente un artículo publicado en Revista de Occidente bajo el título “Por amor a la patria. Sobre nacionalismo y patriotismo”, donde Floria procuraba distinguir dos conceptos de procedencia distinta pero que a menudo se encuentran y confunden. Por lo pronto, afirmaba, “las pasiones nacionalistas no contienen la combinación de amor a la patria y compasión que forman parte del depósito histórico y la resonancia potencial de las razones patrióticas”. Y recurría en su apoyo a la pluma de Simone Weil para mostrar cómo el patriotismo de la compasión, que “no divide las culpas”, sufre y “asume la vergüenza” por los crímenes, los escándalos y las injusticias propias.
Subrayo nuevamente la moderación y la disposición al diálogo de Carlos Floria. En una sociedad hostigada por la discordia, que parece haber perdido la capacidad de escuchar y de escucharse, rescatar esas dos virtudes quizá resulte algo tan ingenuo como anacrónico.