La desencialización ha invadido nuestra cultura: la sustancia es desprestigiada frente a lo instrumental.
“No es buena la homogeneidad”, sentenció (y nunca mejor empleado el verbo) el presidente de la Corte, el doctor Ricardo Lorenzetti, en el cóctel de fin de año que los jueces ofrecen al periodismo. Si bien las palabras, referidas a la controversial ley de medios, encuentran una justificable aplicación en el sensible tema de la libertad de expresión, el concepto parece haber sufrido un proceso inflacionario. La globalización del concepto puede convertirlo en un absoluto y por lo tanto en un criterio no solamente equívoco sino incluso negativo para la convivencia social.
En el pasado, la homogeneidad era vista como un valor vinculado a la unidad: si somos iguales, estaremos unidos por nuestros valores, costumbres e ideales. Pero una concepción autoritaria de la homogeneidad ha sido lesiva para la libertad, con el consiguiente descrédito. En efecto, en los últimos años se ha extendido, al calor del proceso de globalización, un saludable aprecio por la diversidad de ópticas en la consideración de la realidad social. La multiculturalidad es favorablemente percibida como un valor en sí misma, conformando una suerte de nueva ideología: el multiculturalismo, que sería un movimiento saludablemente reactivo contra el asimilacionismo. Este último podríamos graficarlo con la popular sentencia de tono biologista: el pez grande se come al chico.
En la matriz de esta nueva normativa late la idea de que una sociedad monocolor carece de la vitalidad y la riqueza que pueden brindar en cambio una diversidad de fuentes culturales.
Cantidad no es calidad
Me permito colocar prudentemente un interrogante ante la posibilidad que representa considerar un cierto encanto y una fascinación por el distinto, por el mero hecho de serlo. Es posible que esta idea no suscite hoy ningún entusiasmo y hasta pueda provocar una cierta resistencia, pero merece la pena ser considerada, aun a riesgo de recibir la tacha de fundamentalismo, ultramontanismo o arcaísmo.
En efecto, se encuentra muy extendido un verdadero terror, pudorosamente oculto por un prurito vergonzante sobre todo entre los intelectuales, de ser considerados poco amplios de espíritu si contradicen el politically correct, y esta prevención lleva en más de una ocasión a callar y asentir mansamente la imposición de ese canon dominante.
René Guenon en una obra que ha pasado a ser un clásico del tradicionalismo, El reino de la cantidad, anota un rasgo característico de la mentalidad moderna: el reduccionismo cuantitativo de la realidad. Los números parecen mandar. Sin embargo, ser muchos no significa ser más. Según se mire, el todo no es mejor que la parte. Un vestido de muchos colores no necesariamente es más bonito que el de uno solo, ni es buena la suma de estar sano y estar enfermo sino estar sano solamente y sin ninguna pluralidad de situaciones sanitarias. Del mismo modo, las fotografías en color son una maravilla pero no puede negarse que las fotos en blanco y negro muchas veces permiten una expresión del arte superior.
Todos estos ejemplos tratan de mostrar que la pluralidad elevada a un objetivo mítico no constituye ningún valor. Además, la verdad no se consigue por una sumatoria de pareceres contrastantes y menos por un juego dialéctico de tesis y antítesis. Me pregunto si no estará llegando el momento de repensar la posmodernidad, si no habría que revisar algo para separar la paja del trigo.
Pérdida de identidad
El principio de identidad también cuenta, y de un modo primario ante otros. No se puede ser y no ser al mismo tiempo. La irrupción de redivivos integrismos e incluso de nuevos fundamentalismos podría obedecer a una búsqueda de identidad en un mundo que aparenta arrasarlo todo, aun la misma condición sexual que parecería ser una de las identidades más primarias después del ser.
Una de las mayores angustias es el dolor de ya no ser, pero también el no saber ni siquiera quién es uno mismo. La despersonalización de la cultura contemporánea genera este conflicto, que tiene que ver también con el consumismo, porque el multiculturalismo puede ser leído como un consumismo de identidades. Pero también tiene una relación con la comunicación, a la que afecta.
La significación comunica algo cuando revela una identidad. Porque algo que transmite todos los significados no transmite ninguno, está eclipsado en esas expresiones que lo anulan como tal. ¿Cuál es la personalidad de quien tiene infinitas? Mucho me temo que ninguna.
En Matrix se muestra un mundo existente en la mente del protagonista, y es una parábola sobre la subjetividad, uno de los grandes temas de la filosofía. La película admite múltiples lecturas, pero exhibe un rasgo muy propio de la posmodernidad: la creación de la realidad por la subjetividad, un rasgo del relativismo. El subjetivismo, el egocentismo, el autismo o el solipsismo en el ámbito individual; y el nacionalismo, el fundamentalismo, el totalitarismo y las formas autoritarias en los sistemas democráticos en lo social son expresiones patológicas de la identidad o de la unidad.
Pero la unidad o la subjetividad no son indeseables, como parece sobrevolar en cierta mentalidad de nuestros días, donde se ha llegado a decir que argumentar es autoritario. La unidad es considerada un valor sospechoso en sí mismo por el riesgo del unanimismo, cuando en realidad no es responsable de sus instrumentaciones autoritarias, de la misma manera que constituye una incongruencia considerar al deporte causa eficiente respecto de las barras bravas.
Desde luego que la unidad no es un valor en sí misma, pero eso no significa que deba ser desconocida. De otro lado, tampoco la pluralidad lo es. Las dictaduras de los unitaristas pueden ser algo detestable, pero no lo son menos las de los relativistas.
La unidad de la fe
Digo esto porque en los planteos historiográficos es frecuente encontrar hoy un velado menosprecio por el periodo colonial de la sociedad hispanocriolla como la expresión de una cultura tradicional articulada sobre el esquema propio de la cristiandad medieval, y regimentada por un canon religioso autoritario y excluyente que encuentra en la Inquisición su más claro exponente. Esta visión es tributaria de la concepción iluminista que piensa a los siglos medios como un apagón cultural o un estadio histórico pre-racional de la humanidad.
De este modo quedan opacados valores propios de esa sociedad, lo cual constituye una omisión que conviene atender si no queremos reproducir una imagen desfigurada del pasado, incurriendo en una verdadera miopía histórica.
No se trata de restaurar ninguna cristiandad medieval, pero tampoco satanizarla por realidades que en su momento tuvieron un sentido. No está demostrado que toda sociedad pluralista sea por ello cualitativamente superior y, desde luego, nada autoriza a suponer que su opuesto sea una sociedad uniformista y totalitaria.
Tampoco es un dato menor partir del supuesto de que en el momento del descubrimiento y conquista, España venía de una guerra descomunal que le había insumido la friolera de siete siglos, y se enfrentaba con la llamada contrarreforma –la actitud de los obispos españoles en el Concilio de Trento fue relevante– como una actitud reactiva al desgarro que produjeron los cismas protestantes en el seno de la cristiandad.
La unidad no es un valor integrista ni constituye necesariamente un signo autoritario o absolutista. Tampoco lo es la unidad en la fe, que significa un verdadero bien cuando es libremente asumida, mientras sean adecuadamente respetados los derechos de las minorías. La fe católica fue un valor altamente significante en el Virreinato del Río de la Plata, donde no se registraron las cruentas guerras religiosas de la modernidad europea.
De ese modo, la religión católica pasaría, por la propia dinámica del proceso histórico, a formar parte inescindible de su propia identidad. Con el tiempo, esa identidad religiosa ha prácticamente desaparecido, aunque conserva todavía una rica significación en la religiosidad popular.
La implantación de la fe cristiana constituye el mayor factor de civilización que puede concebirse a partir del momento del descubrimiento del nuevo mundo. Que haya tenido luces y sombras no debería sorprender a nadie que conozca la imperfecta naturaleza de la condición humana. Esta inculturación de la fe en concurrencia con factores étnicos, geográficos y económicos, además de los políticos, gravitaría sobre el carácter individual y colectivo, imponiendo maneras propias de pensar y de sentir.
El eclipse del ser
Quizás esa misma religiosidad es la que puede dar sentido a tantos desconciertos que sufren el hombre y la mujer de nuestros días. De otra parte, cada vez es más evidente que en este mundo relativista la verdad ha pasado a ser una creación de la subjetividad. Esto es el subjetivismo, que paradójicamente representa una negación de esa misma subjetividad. La articulación antimetafísica y su menosprecio por la razón ha entronizado el pensamiento débil. Cuando hoy se quiere desacreditar un argumento, puede decirse de él que responde a una concepción esencialista. El anatema de esencialista es la orden inquisitorial que fulmina cualquier capacidad de ser escuchado.
Una desencialización ha invadido nuestra cultura, donde la forma instrumental se privilegia sobre la sustancia. Ella importa una supresión de la racionalidad y la primacía de la apariencia sobre la realidad. Los nuevos sofistas pontifican sus falacias con una atroz hipocresía. La expresión de la verdad es reemplazada por una lógica del poder que resulta funcional a una sociedad cínica, donde naufraga irremediablemente la condición humana. Pero el hombre es más, sobre todo cuando no espera todo de sí, cuando mira a una realidad más alta que su propia estatura.