Publicamos el sermón pascual del sacerdote checo Tomáš Halík en una iglesia vacía, sobre el Evangelio de Juan.
Después de leer este Evangelio, me alejé del púlpito y regresé a mi asiento. Era temprano en la mañana del segundo día de mi visita a la India. Estaba en la catedral de Madras, en el corazón del cristianismo de la India, donde es venerada desde antiguo la tumba de Tomás Apóstol, el santo patrón de la India.
Hasta ese momento todavía percibía al pasaje del Evangelio de Juan como siempre lo había hecho y como es habitualmente interpretado, por lo que aparece a primera vista: Jesús, con su presencia, elimina las dudas de su discípulo acerca de la verdad de su resurrección y el “dubitativo Tomás” se transforma inmediatamente en creyente.
No sospechaba que antes de que terminara el día, este texto evangélico me interpelaría de una manera distinta y más profunda y que incluso me revelaría, bajo una nueva luz, el misterio más grande de la fe cristiana: la resurrección de Jesús y su naturaleza divina.
Además, esta percepción novedosa me llevaría paulatinamente a un cierto camino de espiritualidad del que hasta entonces no sabía nada. Me mostró que la “puerta para los Tomases dudosos” es la puerta de las heridas.
En la tarde calurosa de ese día, mi colega indio, un sacerdote católico y profesor en la Universidad de Madras, me llevó primero al lugar donde, de acuerdo con la leyenda, el apóstol Tomás había sido martirizado, y luego a un orfanato católico cercano.
Antes y después de mis viajes a Asia, África y Sudamérica he visto el rostro de la pobreza, y a partir de mi práctica clínica y mi experiencia como confesor, estoy acostumbrado a la miseria moral, el tormento escondido en los corazones de la gente y los rincones oscuros del camino humano. He visitado los “Gólgotas de nuestro tiempo”, los campos de concentración nazis y comunistas, así como Hiroshima y el Ground Zero en Manhattan, lugares de donde emana poderosamente la memoria vívida de la violencia criminal allí perpetrada. Pero aun después de todo eso, nunca olvidaré aquel orfanato en Madras.
En catres que más bien parecían gallineros, yacían niños abandonados, con las barrigas hinchadas de hambre, pequeños esqueletos cubiertos por una piel negra, muchas veces inflamada. En los corredores que parecían interminables, sus ojos afiebrados me miraban desde todas partes y me tendían las palmas rosadas de sus manos. Aquel aire irrespirable, aquel olor fétido y aquellos llantos me produjeron náuseas mentales, físicas y morales. Me sentí sofocado por mi impotencia y la amarga vergüenza que se siente en presencia de los pobres y miserables, vergüenza por la piel sana y el estómago lleno y un techo sobre mi cabeza.
Como un cobarde quise salir de allí cuanto antes (y no solamente de aquel lugar), cerrar el corazón y mis ojos y olvidarme de todo eso. Me acordé una vez más de las palabras de Iván Karamazov, que quería darle a Dios “un boleto de entrada” al mundo en el que sufren los niños.
Pero en ese mismo momento volvió una frase desde lo profundo de mi interior: “¡Toca las heridas!” Y nuevamente: “Pon tu dedo aquí, mira mis manos. Acerca tu mano y métela en mi costado”.
De repente recordé otra vez la historia del apóstol Tomás que había leído en el Evangelio de Juan durante la misa de la mañana sobre la tumba del santo patrono de “los que dudan”. Jesús estaba identificado con todos los pequeños sufrientes. En otras palabras, todas las heridas dolorosas y toda la miseria humana en el mundo son las heridas de Cristo.
Sólo puedo creer en Cristo y tener el derecho a proclamar “mi Señor y mi Dios” si toco sus heridas, de las que nuestro mundo está lleno. De lo contrario. Digo simplemente “¡Señor, Señor!” en vano y sin consecuencia alguna. (1)
Por supuesto que nadie puede mirarse a sí mismo como un mesías capaz de curar todas las heridas del mundo. Además, ni siquiera Jesús lo logró durante su misión en la Tierra. Aun cuando intentamos honestamente hacer lo posible según nuestra capacidad y medios, apenas podemos remar unas pocas brazas en las olas del océano de pobreza que cubre cada vez más regiones de nuestro continente. A pesar de ello no debemos huir de las heridas del mundo o darles la espalda: debemos por lo menos mirarlas, tocarlas y dejar que nos comprometan. Si quedamos indiferentes ante ellas, indemnes, sin interesarnos, ¿cómo puedo declarar mi fe y mi amor por Dios, a quien no he visto? (2)Porque en ese momento realmente no veo a Dios.
Sí, repentinamente se me hizo evidente allí en Madras: no tengo derecho a proclamar mi creencia en Dios a menos que tome seriamente el dolor de mi vecino. Una fe que cierre sus ojos ante el sufrimiento de la gente, es una ilusión u opio: ¡tanto Freud como Marx tendrían razón en criticar semejante tipo de fe!
¡Hay tanto sufrimiento en el mundo alrededor nuestro! Jesús se acerca a Tomás y le muestra sus heridas: mira, no existe sufrimiento que desaparezca y se olvide así nomás. Las heridas permanecen. Pero el que “cargó las enfermedades de todos” pasó confiadamente por las puertas del infierno y la muerte: Él permanece aquí con nosotros, aunque nos resulte difícil de comprender. El demostró que el amor todo lo soporta (3), “Ni las muchas aguas pueden apagarlo, ni los ríos pueden extinguirlo” porque el amor es fuerte como la muerte y aún más fuerte que la muerte” (4).
Sí, es más poderoso que la muerte. Bajo esta luz, el amor es un valor que no debemos dejar en manos del sentimentalismo. Más bien representa una fuerza, la única fuerza que sobrevive a la muerte y con las manos perforadas derriba sus portones.
En todo caso, la Resurrección no es un “final feliz” sino una invitación y un desafío: no deberíamos, en realidad no debemos ceder ante el fuego del sufrimiento, aunque no seamos capaces de apagarlo aquí y ahora. Cuando estamos en presencia del mal no debemos comportarnos como si la última palabra fuera la suya. No debemos tener miedo a “creer en el amor” (5) aunque parezca perdedor a los ojos del mundo. Tengamos el coraje de probar suerte con “la locura de la cruz” frente a la “sabiduría de este mundo” (6).
Tal vez Jesús, al resucitar la fe de Tomás dejándolo tocar las heridas, le estaba diciendo precisamente lo que se me reveló súbitamente en aquel orfanato de Madras: cuando uno toca el sufrimiento humano y tal vez solamente entonces, es cuando uno se da cuenta de que estoy vivo, de que soy yo. Tú me encontrarás siempre que el pueblo sufra. No te me escabullas en ninguno de esos encuentros. No tengas miedo. No seas incrédulo, ¡cree!
El Señor del Viejo Testamento se le apareció a Moisés en una mata ardiente . Su único Hijo, nuestro Señor y nuestro Dios, se nos muestra en el fuego del sufrimiento, en la cruz, y solamente reconocemos su voz cuando tomamos nuestra cruz y estamos preparados para llevar el peso de los demás, solamente cuando las heridas del mundo, Sus heridas, nos desafían.
Traducción: Vicente Espeche Gil
1. Mateo 7.21
2. Juan 4.20
3. 1 Corintios 13. 4
4. Cantar de los Cantares 8, 6.7
5. 1 Juan 4.16
6. 1 Corintios 4.10
7. Éxodo 3
2 Readers Commented
Join discussionEl misterio de la Fe pasa también por el misterioso mundo del dolor Humano. Solo se entiende, acepta y supera por el Amor
Me pasó lo mismo que al cura Tomás. Estoy impresionado con la mirada hermosa y terrible de este Evangelio. ¡De eso se trataba! Y yo lo había leído tantas veces.
Gracias, Tomás.
GRACIAS.
Ķëkkô.