El problema de la desvinculación humana de lo trascendente y el aquí y ahora del mercado puede habilitar un acercamiento entre democracia y religión.
¿Puede haber conciliación entre la democracia (uno de cuyos pilares es la separación entre la Iglesia y el Estado), y la religión (uno de cuyos pilares, al menos en el ámbito del cristianismo de cuño agustiniano, es la subordinación de la Civitas huius saeculi a la Civitas Dei)? Para acercarse al sentido de esa pregunta hay que dejar de lado la solución más fácil, a saber: buscar refugio en una religión aceptada por el grupo de referencia y entendida como mera religiosidad o sentimiento religioso, circunscrita al ámbito interno de los individuos. Sólo que la religión no puede limitarse a un mero sentimiento, una efusión cordial e íntima, sino que necesita de una doctrina, de un Credo, el cual, no por haber sido propuesto mediante una revelación, habría de dejar de ser susceptible de análisis y aceptación racionales. Por otra parte, esa exigencia de creencia razonable, implica también la voluntad de creer. Implica el esfuerzo humano por elevarse una y otra vez al ámbito trascendente, vinculándose de nuevo a él, puesto que, absorbido como se encuentra por los asuntos urgentes del día, el uomo qualunque tiende naturalmente a desligarse de ese ámbito, a la vez que sigue echándolo de menos. Y es que si el hombre no estuviera de algún modo atraído desde su estado de abandono o pérdida, no se vería incitado a restaurar un vínculo que él siente, justamente, como algo olvidado o perdido (tal es el sentido del término religatio, en Lactancio, cuyo resultado, de lograrse, sería precisamente la religio, la religión).
La religio se daría entonces en la conjunción dialéctica de dos factores antitéticos: del lado humano, en cuanto religatio (a la vez, desvinculación y religación); del lado trascendente, en cuanto revelatio. Por cierto, el peso relativo de cada uno de estos miembros contrapuestos podría servir para trazar un esquema de la relación entre política y religión. Parece claro que la preponderancia de la revelatio como donación gratuita por parte de un Ser superior, unida al sentimiento humano de haberse desvinculado de lo trascendente (es decir, de haber pecado) y, por ende, de necesitar de ayuda exterior para salvarse, corresponde a un tipo de religio en el que la humildad, la sumisión y la obediencia remiten políticamente a un imperium, a un individuo (el Monarca) o grupo (la Aristocracia) señalados, capaces de restablecer de arriba abajo el orden perdido.
Por el contrario, el énfasis en el esfuerzo humano por levantarse de la propia postración, junto con la conciencia de hallarse ante una revelatio devaluada que exige una nueva interpretación que sólo puede ser ratificada reflexivamente, por consenso de quienes se alzan consciente y voluntariamente ante lo trascendente, remiten políticamente a la democracia. Y aún podríamos matizar esta segunda opción, a fin de evitar dos extremos, difícilmente deseables: por un lado, el esfuerzo social de religación, de retorno al fundamento, a la fuente de los valores, podría conducirnos a un fundamentalismo de tipo democrático-imperialista; por otro, en cambio, al poner el énfasis en el consensus interpretativo, se correría el peligro de disolver el kérigma, el mensaje de salvación, en una multitud de interpretaciones, secularizando así el lado de la revelación hasta reducirla a un mero recuerdo cultural, como cabe apreciar por el hecho de que en la nonnata propuesta de Constitución de la Unión Europea faltara toda alusión a las raíces cristianas de Europa, llevando a lo que Peter Berger ha denominado con acierto Eurosecularity.
Ahora bien, frente a los extremos del fundacionalismo y de la secularización, quizás quepa avanzar tentativamente la tesis siguiente: la religión tiene como núcleo un evento perturbador y nunca claramente presente y accesible, sino tan sólo entrevisto a través de las distintas modulaciones de los contextos en que acaece. La razón última está en el carácter mismo de desvinculación fáctica y a la vez de religación deseada y prometida que tiene la religión, a la búsqueda paradójica de un origen siempre pospuesto y de un futuro siempre anticipado, sin haberse apagado por completo la huella del primero, que no acaba en ningún caso de venir, aunque tampoco parece haberse marchado por completo. Este desgarramiento de la conciencia religiosa es algo común, al menos, a las tres religiones abrahámicas del Libro: en el judaísmo, late en la nostalgia del Paraíso y la esperanza en el Mesías futuro; en el cristianismo se muestra en la conciencia desgraciada, sabedora de que Jesús es Dios pero está ausente del mundo, y por eso ansía el cristiano la Segunda Venida; en el islamismo se oscila entre el recuerdo de la Hégira y la consumación ecuménica de la Umma.
Este extraño carácter de un pasado que se niega a pasar por completo y de un futuro que siempre está avisando de su venida, constituye una dislocación, un trastorno del tiempo que conlleva una desconfianza y hasta un resquemor contra el capitalismo tardío y la economía de los mercados financieros, basada por el contrario en la medida fiable y sostenida del tiempo cotidiano. Y creo también que precisamente ese conflicto entre el desgarramiento religioso y la regulación de los mercados puede coadyuvar a una mutación interna de la democracia (que no sería ya meramente representativa ni simplemente participativa, sino comunitaria, basada en la reafirmación del Credo y sus símbolos en el ritual, por parte del grupo). Podemos encontrar un prometedor indicio de ese viraje en aquello que para los fundacionalistas sería un escándalo y para el progresismo secularizado una locura: en la Spiritual Revolution del movimiento contestatario estudiado por Paul Heelas y Linda Woodhead, entre otros. De acuerdo con la caracterización general ofrecida por los autores, ese movimiento se habría centrado en una búsqueda personal (quest es la palabra más repetida, como la quête medieval en busca del Santo Grial) de: “harmony, balance, flow, integrations, being at one, centred”. Con todo, es evidente que a esta sincera protesta contra la hipocresía de las instituciones políticas y religiosas le faltaba coherencia doctrinal y base filosófica, mientras que le sobraba justamente el ansia de llegar directamente a la unio mystica con lo absolutamente Otro mediante la ingesta de drogas o las técnicas de “meditación trascendental”. Pero además le faltaba la raíz seguramente más profunda y viva de la religión: la disposición al sacrificio, la abnegación, que en este caso habría debido dirigirse hacia esos seres miserables y desfavorecidos que, paradójicamente, vivían y viven en esos lugares exóticos con los que frívolamente soñaban los jóvenes del spleen antes de que la hambruna y el terrorismo asolaran esas tierras, y el desempleo y la falta de futuro devastara el alma de esos jóvenes.
Todo ello ha cambiado en estos últimos años, desde luego. Pero lo ha hecho para caer de un lado en la expansión acelerada de una diffusive Christianity (Jeffrey Cox) que acaba por desembocar en The Secular Age (Charles Taylor), y del otro lado en un fundamentalismo cada vez más agresivo: el movimiento integrista neoconservador americano, acompañado enseguida por su reflejo católico en Italia: los llamados teocons, con Marcello Pera y el Papa anterior, Joseph Ratzinger. Ambas cosmovisiones, el integrismo y la secularización, coinciden en un punto fundamental: ambos se glorían de su origen cristiano (en América se acentúa con más vigor, además, el origen judío de la nueva Imagen del mundo o, desde la órbita neocon, del New Welt Order), y ambas pretenden ser la culminación verdadera, por vía de exacerbación o de languidecimiento, de la religión.
¿Acaso también, en la cansada Europa, la Eurosecularity se inclinará a una democracia fundamentalista, ansiosa de volver a encontrar las raíces perdidas? Creo que no. Y ello porque el fundamentalismo americano se basa precisamente en la idea de que América es “the great Nation of futurity”, como se dice al inicio del Manifest Destiny de John L. O’Sullivan (1839); una nación que presenta una “disconnected position as regards any other nation”, sin “connection with the past history of any of them, and still less with all antiquity, its glories, or its crimes”. En una palabra: esa Nación proyecta para el futuro su propio fundamento mediante una Constitución, justamente porque carece de raíces (o reniega de ellas). En cambio, los países europeos, indecisos todavía respecto al gran salto político que supondría una efectiva Unión Europea, tienen demasiado pasado. Sólo que, en este caso, ese pasado apunta menos hacia la democracia que hacia el respecto absolutista y monádico, basado en el cínico apotegma cuius regio, eius religio. De ahí que la transfusión o trasplante americano –sea del cristianismo secularizado y difuso o del fundamentalismo neoconservador– a tierras europeas, sedimentadas sobre formas autoritarias políticas y religiosas, corra el riesgo de constituir un indeseable retorno de lo religioso en sentido premoderno, en extraña y casi insoportable amalgama con las formas políticas que Europa está, como a tientas, queriendo darse a sí misma. Por desgracia, no faltan ejemplos: en España, en los últimos diez años de la dictadura franquista; desde los años noventa del siglo pasado en los Balcanes, con rescoldos que abrasan todavía algunas zonas fricción de los viejos Imperios; en la actualidad, en la actitud xenófoba de fuertes corrientes radicales en Hungría, en Francia, en Holanda. Sin olvidar la nueva Alianza del Trono y el Altar en la Rusia actual.
Es un panorama no ciertamente alentador, pero del que cabe advertir que todos los bandos en liza dicen estar apoyados en raíces religiosas. Ahora bien, pretender acercarse frente a él al misterio que alienta en la religión, ¿no debería ser considerado como un ejemplo de vox clamantis in deserto en el mejor de los casos, y de desmesura dogmática ¬en el peor? Y sin embargo, ¿cómo no hablar?, ¿cómo no intentar pensar? Hablaban Marcello Pera y Ratzinger de que el peligro supremo es quedarse Senza radici. Sólo que las raíces europeas son múltiples, entremezcladas y diversamente sedimentadas. Pues si es verdad que religatio deja ver la desvinculación de lo divino y la desdicha consiguiente en el alma, no menos lo es que esa ruptura del vínculo, del symbolum fidei, remite a una forma religiosa y se proyecta a su vez sobre otra religatio todavía indecisa, como de aurora. Sólo que, entonces, dicha reiteración se convierte en cosa de no poca monta, habida cuenta de que la restauración humana del vínculo, de la firme obligación del hombre para con Dios no puede quedar dogmáticamente decidida ab initio, en virtud de una donación literalmente fundamental, a saber: de una graciosa y, en última instancia, incomprensible revelación de Dios a los hombres. Ya incluso la concesión escolástica del obsequium fidei implica el reconocimiento de la capacidad humana, por limitada que ésta sea, para penetrar en lo trascendente. No se olvide que ha sido el propio Jesucristo el que ha querido revelar a los suyos lo que, para judíos y gentiles, no dejaba de constituir un misterio, sacando en cambio a la luz lo que estaba oculto desde los fundamentos del mundo. Es Palabra de Dios que “No se enciende una lámpara para cubrirla con un recipiente o para ponerla debajo de la cama, sino que se la coloca sobre un candelero, para que los que entren vean la luz. Porque no hay nada oculto que no se descubra algún día, ni nada secreto que no deba ser conocido y divulgado.” (Lucas 8, 16-17).
“Algún día”, decía el Cristo. ¿Ha llegado ya, acaso, ese día? Si así fuera, ¿cómo conciliar esa revelación absoluta con la “desvinculación”, con la recaída del hombre en la tierra? Naturalmente, sería demasiado fácil obviar la dificultad recordando el origen del hombre en cuanto hombre en las religiones del Libro, a saber que el pecado original supuso una libre ruptura del hombre con Dios, que esa separación implica caer in statu naturae corruptae y que, por ende, sin el auxilio de la gracia el hombre non potest non peccare (cf. Summa Theologiae I-II q.74 a.3 ad 2).
Pero no se trata solamente de esto. Dado el doble y dialéctico sentido de la religio (desvinculación y religación) no es posible distinguir tajantemente entre forma y contenido, entre la actitud subjetiva ante lo divino (la palabra y el rito), por un lado, y el mensaje, el kérigma procedente de la divinidad misma, por otro. Y a su vez, no puede haber un cambio en las formas políticas sin el correspondiente cambio en la conciencia religiosa: un cambio que puede conllevar a su vez una literal metánoia en el hombre y en su modo de entender y difundir el contenido del mensaje y, por ende, el de la actividad política misma. Y si ello es así, entonces no es posible separar una forma de religión de una forma política y de una actitud subjetiva. Y dando un paso más allá: cuando la religión viene entendida como iterabilidad de un proceso metamórfico de desvinculación y de religación de formas y contenidos diversos, e incluso conflictivos, se sigue que ella sólo ha podido darse un contenido –un Credo maduro– en la época moderna y, más precisamente, en la forma política de la democracia, dado que la democracia, y sólo ella, consiste igualmente en un ejercicio de renovación, de reiterabilidad de unos orígenes solamente existentes en la reflexión que la comunidad realiza sobre ellos: unos orígenes, por lo demás, que a su vez son ya de siempre reflexivos, en cuanto recogidos de una parte en la Escritura (respectivamente: la Biblia o la Constitución), pero de otra en la hermeneusis que de esos textos se hace, una y otra vez: eadem, sed aliter; en un caso, ateniéndose –entre los católicos– a la Tradición oral, en cuanto compañera inseparable de los Evangelios (cf. Pablo, 1 Cor. 11,2 y 15,1; 2 Tes. 2, 9 y 3, 6; 2 Pedro 2, 21; Judas 3); en el otro, siempre adaptable, sin pérdida de su hálito originario, mediante enmiendas o reformas.
Quizá podamos decir ahora, de un modo más lapidario: lo religioso y lo democrático sólo existen en estar una y otra vez de vuelta; mas ese retorno no se realiza desde un origen fijo y bien determinado, sino desde un átopon (ésta sería la única manera de aceptar, matizándola, la declaración de Tertuliano: Credo quia absurdum), desde un no lugar que abre a todo lugar, ya que no hay revelación sin manifestación pública, sin la apertura para todos del Misterio (recuérdense las palabras de Cristo); ahora bien, tampoco puede haber manifestación pública sin la revelación de lo público y de la vida pública (no en vano la revelación y la vida pública remiten en alemán a lo públicamente abierto: no hay Offenbarung sin Öffentlichkeit). El peligro es la imitación, entre la parodia y la represión: simia Dei como simia Populi; el peligro es el sucedáneo de este democrático “ámbito público” como publicidad (que en español vierte: advertising), degradada hoy en los mass media a publicity, o lo que es lo mismo: la recaída (la re-ligatio como desvinculación) en la tentación “democrática” de preferir el consumo a la consumación, también y sobre todo por lo que hace a la posibilidad de elegir entre diversas ofertas de salvación: una choice en la que lo “libre” se confunde ya no con la gracia sino con lo “gratuito” (It’s free!, reza la propaganda de múltiples sectas religiosas en los Estados Unidos para atraer a los indecisos consumidores, dentro del abierto Market Place virtual).
¿Qué es lo que intenta ocultar la frenética sociedad de consumo, que desespera de sí misma y de la política cuando empieza a fallar la circulación de las commodities? ¿Qué deja entrever esa propaganda por conseguir adeptos religiosos, paralela a la del intento de conseguir votantes en las elecciones? En esa reiterada deformación, ¿no se vislumbra acaso la nostalgia nunca cumplida y la venida siempre pendiente de la ligatio o zeugma, del ligamen o vínculo mismo? Todavía una precisión: la genuina religio es justamente lo contrario del mito del consumo y de las promesas tranquilizadoras de las sectas. Porque el mito es la narración, repetida una y otra vez, de la Presencia siempre presente: un decir lo mismo sobre lo mismo, sobre lo que siempre es: taûta aèi. El mito, como el cuento, se repite: evoca la vez primera (“Érase una vez”); la religión, en cambio, reitera su desplazamiento desde un presente herido, mortalmente afectado por la falta de no haber estado allí, in illo tempore, cuando dijo Jesús algo a sus discípulos que nosotros jamás escucharemos, porque su Palabra está escrita.
Y si esto es así, el no lugar de la religio habrá de cuidarse constantemente de ceder a la nostalgia fundamentalista que anhela el retorno de un pasado cuya fuerza, hasta ahora, hasta la prometida restauración, nunca habría logrado ser del todo efectiva, y la esperanza secularizada de proyección abierta de un futuro inminente y, por ello, pendiente una y otra vez, hasta que la promesa acaba por ser olvidada.
En esa reiteración queda pendiente, brillando por su ausencia, el origen, patente tan sólo en la transmisión. En la religión cristiana, en el misterio trinitario, también es eternamente demasiado tarde, tanto para el Cristo como para Dios Padre, el llegar a ser Dios sin más, simpliciter, en sí, cuando en verdad son Personas trinitarias, para nosotros. Y es también, por ende, demasiado tarde para ser solamente, numéricamente Dios Padre por un lado o Jesús de Nazareth por otro, puesto que ambos lo son de verdad en el transitus de la Cruz: allí donde al abandono del Padre (un abandono que supone un hundimiento del Padre mismo en las profundidades del Silencio) corresponde la entrega del Hijo: un movimiento de vaivén en cuyo entrecruzamiento, en cuya crux, se da Dios. No sólo expiración mortal (religatio qua exsolvere), sino también envío sobrenatural, espiritual (religatio qua missio): “Se ha consumado [dijo], e inclinando la cabeza entregó el espíritu” (Juan 19,30). Digamos, hoy: al inclinar su cabeza, ¿acaso no nos entregó el Espíritu, a nosotros: la democracia por venir?
Como cabe apreciar, la filosofía por mí propugnada cree en esa entrega, de modo que, aunque en consecuencia todo lo fíe al Espíritu, deberá guardarse de ser edificante. Pero no por ello dejará de sondear y explorar al modo humano –esto es, con el esfuerzo del concepto– las razones de la ineludible necesidad que tienen los hombres de edificación. Dixi, mas no estoy seguro de que, con ello, salvavi animam meam.
El autor es filósofo, investigador, docente y traductor. En 2017 recibió el doctorado Honoris Causa en la UNSAM.