Después de participar de un coloquio con un abigarrado grupo donde se dejan oír distintos acentos latinoamericanos en Abu Gosh, a 18 kilómetros de Jerusalem y en el paisaje del camino de Emaús, resulta difícil imaginar mejor remate para integrar una identidad cristiana que peregrinar a Roma videre Petrum. Pedro es il dolce Christo in terra, en el decir airoso y filial de Catalina de Siena. Se trata de la visión de un mismo cristianismo en dos instancias que parte de sus orígenes judíos para expresarse en un extraordinario despliegue cultural e histórico.
A la novedad de asentar la mirada en las raíces, se suma la de conocer hermanos en la fe de distintas regiones, lo cual permite intercambiar experiencias con quienes construyen iglesias particulares en otras geografías, siempre en el marco de la catolicidad. Es un mismo espíritu diversamente encarnado bajo un solo pastor. Como acaba de decir el Papa, la identidad del cristiano es ante todo relacional y cada uno con la suya participa de una edificación común. El pueblo construye el reino.
En Jerusalem se recoge el legado de la imbricación de los misterios cristianos en la matriz veterotestamentaria, constituyendo una unidad que desmiente el rechazo del marcionismo. Si algo se percibe con claridad en esa geografía es que el Antiguo está en el Nuevo y el Nuevo en el Antiguo.
Pero aquel paisaje palestino no puede ser más contrastante con una Roma deslumbrante en la magnificencia del poder papal, donde reverbera todo su esplendor histórico. El redentor del mundo pudo decir con propiedad “bienaventurados los pobres” porque era uno de ellos en su mejor expresión.
Son muy de agradecer los frutos de arte y cultura que están a la vista. Venero estas antiguas glorias como un regalo inestimable del pasado, que bien miradas deben remitir a la verdad esencial de una salvación que privilegia a los más pequeños. Porque ellas no agotan la fe cristiana y es verdad que siendo tan importante y venerable, la romanidad no es una nota esencial de la Iglesia una, santa, católica y apostólica.
Por eso en este pasaje de ida y vuelta, de occidente a oriente y de oriente a occidente, queda el deseo de volver a recuperar un tesoro raigal que casi sin darnos cuenta acaso se oscureció en el camino. La encarnación del cristianismo en la cultura occidental no constituye sino una contingencia histórica que desde luego no puede limitar ni tampoco comporta un rasgo constitutivo del mensaje evangélico, pero no por ello es menos providencial.
Ahora la realidad incontrastable de la historia resplandece ante mis asombrados ojos. Simplemente porque Roma es un símbolo del axis mundi, pero en primer lugar es la sede petrina y por eso fue, es y será Roma. Pedro encaminó sus pasos por la Vía Appia hacia la Ciudad Eterna. No sólo la estola, el incienso y los cirios encendidos sino toda una estructura fue encarnada por la nueva iglesia desde la matriz romana, incluso el Pontifex Maximum. La Iglesia fue heredera de esta tradición, como lo fue de la ética judía y de la filosofía griega, aunque ninguno de estos caracteres culturales sea intrínseco a la nueva fe redentora. En este sentido Roma no ha dejado de ser caput mundi, pero la mirada vuelve a Jerusalem.
Un sublime texto esculpido en lo alto por el ardiente amor de un santo es expresivo de ese sentir, y por eso cada vez que vuelvo a recordarlo su plenitud me inunda y su belleza me estremece: O quam luces, Roma. Quam amoeno hic rides pospectu quantis ecllis antiquitatis monumentos. Sed nobilior tua gemma atque purior Christi Vicarius de quio una cive gloriaris. A MDCCCCLI ¡Oh, cómo brillas, Roma! Cómo resplandeces desde aquí, con un panorama espléndido, con tantos monumentos maravillosos de antigüedad. Pero tu joya más noble y más pura es el Vicario de Cristo, del que te glorías como ciudad única.