¿Y ahora qué?

Una pregunta simple: ¿Cuál es la noticia más relevante en el escenario internacional, entre las varias que se disputan el interés? Respuesta: el mero hecho de que las noticias existan, de que preocupen realmente al hombre común, una o varias de ellas. En otras palabras, que haya crecido notablemente la atención por los conflictos. Se trata de un problema que implica el alza del nivel medio (si es que existe ese índice) no sólo de atención, sino de temor, o de miedo, que es la especie original del terror. La mera palabra es, al mismo tiempo, peligrosa y necesaria. El miedo o el terror pueden ser positivos, en tanto lleven a concentrar la atención mucho más que en tiempos normales. A Henry Kissinger le gustaba repetir: “Danger clears the mind wonderfully” (El peligro despeja la mente maravillosamente). Ojalá fuera cierto.
Las noticias se precipitan una sobre otra hasta impedir, más que dificultar, siquiera una somera visión de conjunto, o de perspectiva. Si hubiéramos escrito sobre el episodio de los países del golfo, más Egipto y otros, contra Qatar, hace pocas semanas, cuando la “crisis” estaba en su apogeo, habríamos errado el análisis. Tal posibilidad de error subsiste. ¿Qué hacer? Abandonar el análisis no es posible, porque es indispensable. Jugar a acertar o errar no es serio y, en cambio, en extremo peligroso. Queda profundizar la búsqueda, quizá, pero lleva demasiado tiempo y éste no sobra. Al fin, la perplejidad no alcanza, hay que superarla.
Las sucesivas “crisis” son un signo claro de los tiempos. Ya no se trata sólo de los conflictos menores, puntuales, clásicos, los que importan, sino los de envergadura mayor, más general. La región medio oriental, país por país, está sumergida en un proceso de crisis, de varias crisis simultáneas, o de cambio más acelerado y profundo, que parecía demorado in eternum. Ya no queda más tiempo que perder, la inevitabilidad del cambio es la clave. La marea de inestabilidad de las transformaciones profundas no puede esperar más. Todos, por grandes o menores que sean, de la región o externos a ella, fueron hallados in fraganti, en plena y total culpa por impreparación. Así, un pequeño país (Qatar), sin real poder político o militar, sólo mediático y financiero, en base a su inmensa e inagotable fuente de divisas (lo que no es poco) parece poner en jaque a potencias regionales con sus aventuras (no son más que eso): Arabia Saudita, Egipto; o globales, como los Estados Unidos y Rusia.
Una potencia regional –Arabia Saudita–, debido al bizarro sistema sucesorio que tiene, y que es cambiante, padece hoy una especie de crisis de legitimidad que no afrontaba desde decenios. Claro es que registra en el haber (o más bien, en el debe) de su historia más de una crisis similar. En el pasado no tan lejano hubo una destitución y un magnicidio, lo que no es poco. Pero ahora se está registrando un cambio tan inevitable como el que obliga, casi siempre en la historia, el exceso de gerontocracia. Luego de la sucesión de hermano a hermano –del mismo padre, no de la misma madre– que corrió desde 1952 hasta 2015, en siete reinados, el príncipe heredero es hoy el hijo, no el hermano, del actual rey. La distancia generacional entre el monarca y su sucesor –si se mantiene tal cual– es de dos generaciones, no una sola, como podría suponerse. Quedaron fuera de competencia unos cuantos hermanos del actual rey, y los respectivos sobrinos, siempre posibles pretendientes. ¿Es esto importante hoy, en el mundo actual, para nada habituado a semejante rareza? Lo es, por cierto, porque de la estabilidad política de la región del golfo –y Arabia Saudita es la pieza central, esencial, del enigma– depende la provisión mundial de hidrocarburos en una proporción de más de un tercio del comercio global de esa materia prima. Una crisis profunda, capital, es simplemente impensable.
El reino saudita atraviesa serias dificultades, mayores de las que siempre pasó, que nunca fueron pocas ni fáciles, y que siempre, hasta ahora, logró superar. La pretensión de descargar culpas sobre otros, a menudo practicada y casi siempre con éxito, no es ya convincente. Qatar no puede ser –de hecho, no es– un problema tan grande ni tan insoluble como para que merezca la exacerbación hasta un punto como el que se ha llegado. Los Estados Unidos mismos que, al principio de la crisis, parecieron apoyar el cerco y acoso a Qatar lanzado por algunos países del Consejo de Cooperación del Golfo y aliados, han reconsiderado su posición y pretenden ahora alguna forma de arreglo que retroceda a una situación más razonable. No en vano la gran base aérea que tienen en las afueras de Doha –está allí desde 2003, cuando fue trasladada desde unos cien kilómetros al sur de Riad– controla el espacio aéreo en un radio superior a los tres mil kilómetros. Basta una observación geográfica para darse cuenta que un aliado así debe cuidarse, no acosarse.
¿Por qué hacen esto los sauditas? El ejercicio irrestricto del poder absoluto, según la famosa cita de Lord Acton, no sólo corrompe absolutamente, como dijo el ilustre inglés, sino que, además y peor, envenena, engaña y desquicia a quien pretende practicarlo. Basta con recordar tantas historias ilustrativas. La dirigencia saudita no tolera la disidencia y ni siquiera el mero diferenciarse que pretenden los qataríes, un Estado pequeño, casi insignificante, si no fuera por su producción gasífera y los inmensos beneficios que ello le ha proporcionado en menos de 20 años.
Además, una política exterior agresiva, no sólo política sino también militar, como las acciones bélicas en Yemen, están arrastrando al reino a una situación que puede llegar a un punto insostenible. Los yemeníes vienen de una larga historia de permanente guerra civil, hasta su reunión en un solo Estado, en 1993. Padecieron mucho todo ese largo período, pero al mismo tiempo se fortalecieron en esa durísima lucha, lo cual los hace ahora un hueso duro de roer. La aventura militar saudita puede terminar muy mal. Y eso sería un desastre político, estratégico e institucional. Por otra parte, descontinuar la guerra no es una tarea fácil.
Y ese problema no es el más trascendental en el panorama de la región. Ya casi al fin de la durísima experiencia militar del denominado Estado Islámico, con una derrota bélica evidente e inocultable, todos se cuestionan, o nos cuestionamos, qué sigue luego. Los transformismos de una versión a otra del terrorismo y la lucha armada como prioridad parecen llegar a su final. Pero nadie se engaña creyendo que se terminó todo. Por el contrario, la perplejidad ante el futuro es hoy más general que nunca, y es la que alimenta sensiblemente el miedo y el terror. Es decir, exista o no el Estado Islámico, la seguridad colectiva, internacional e interna de cada país, mantiene en vilo a buena parte del mundo, muy especialmente en Europa, África y buena parte de Asia.
En suma, el temor, el miedo, el terror es hoy más notorio, evidente y peligroso que antes de 2017 y el peligro de acentuarse persiste.

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