Cuando se cumplen cien años del nacimiento del gran pensador y semiólogo francés, la autora lo recuerda a partir de un emblemático texto.
Los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola son otro Japón para Roland Barthes. Su lectura es laica, formal y no trascendente. En El imperio de los signos peinó a contrapelo el país visitado: ni libro de viajes con noticias de usos y costumbres ni cuaderno de etnógrafo, Japón es un sistema. En la primera página de su ensayo sobre Japón, Barthes escribe: “Mis ojos no se dirigen amorosamente hacia una esencia oriental. El Oriente me es indiferente; me ofrece tan solo una reserva de rasgos cuyo despliegue, como juego inventado, permite alimentar la idea de un sistema simbólico desconocido, totalmente separado del nuestro”. Su “Loyola” también. Son textos contemporáneos (1). Los Ejercicios espirituales le ofrecen a Barthes rasgos con los que él, tan separado del cristianismo como de Oriente, construye un sistema.
Georges Bataille, antes que Barthes, se había referido brevemente a los Ejercicios espirituales. Lo que sorprende hoy, cuando se leen las pocas frases de Bataille y el “Loyola” de Barthes, es que ambos coinciden en un punto: la teatralidad de los Ejercicios.
En La experiencia interior (1943), Bataille escribió: “En este aspecto, es un clásico error asignar los Ejercicios de san Ignacio al método discursivo: se relacionan con un tipo de discurso que todo lo regula pero según el modo dramático. El discurso exhorta: represéntate el lugar, los personajes del drama y muévete allí como uno de ellos” (2). Casi tres décadas después, Barthes lee los Ejercicios como detalladísimas instrucciones destinadas a la imaginación, auxiliada por todos los sentidos: el tacto, el oído y el olfato, pero singularmente dependientes de la vista. Lo que el Ejercitante debe representarse ocupa un espacio visual imaginario, completamente indispensable. De la cita, subrayo dos observaciones: Bataille señala la cualidad total del modelo de ejercitación ignaciana, que necesita de la percepción, la imaginación y el pensamiento. La experiencia que produce una subjetividad ordenada por un plan: o sea, una subjetividad social, incluso cuando el Ejercitante reflexione sobre sus propias dudas y su propio camino personal.
A diferencia de Bataille, Barthes no atravesó un período religioso. Bataille, en junio de 1918, consideró su vocación en una casa de ejercicios espirituales de los jesuitas, en la Dordogne, que abandonó rápidamente, decidido a seguir sus estudios académicos. Bataille resignó tomar las órdenes, que había creído un camino posible. Barthes, en cambio, fue siempre un intelectual en el mundo, y una lectura mística o religiosa de sus textos está condenada al fracaso, al artificio o al forzamiento. No hay en la vida de Barthes un pasaje por la religión, ni tan breve ni parecido, ni siquiera cuando, muy joven, estuvo internado durante una larga cura de reposo. Quienes polemizaron con Barthes jamás hicieron, como Sartre respecto de Bataille, una requisitoria sobre irracionalismo filosófico o misticismo convertido en estética o trastrocado como parte maldita, excesiva o inasimilable de lo real. Bataille pornógrafo es un avatar posible del Bataille hereje y, se sabe, el hereje debe haber aceptado en algún momento la “iluminación”. No existe un hereje laico, ni un blasfemo sin creencia. Por el contrario, Barthes era un laico.
Fundadores sistemáticos
Como a Sade y a Fourier, Barthes considera a Loyola un logoteta. Podría decir también un héroe cultural o un creador de organizaciones totales. Sade y Fourier arman el sistema del deseo; Loyola produce, frente al pietismo y el sentimentalismo, frente a la irracionalidad mística, un sistema razonado con enorme capacidad de expansión social: allí donde el sistema sadiano estaba destinado a una aristocracia del Mal, y allí donde Fourier legislaba para comunidades utópicas, Loyola es un realista sin otros límites sociales que los de su época.
Pero, en verdad, lo dicho no agota las razones de Barthes. ¿Por qué, entonces, Ignacio de Loyola? La pregunta no tiene una respuesta filosófica o espiritual. También sería grotesca una respuesta que considere su lectura de los Ejercicios como un capítulo de “historia de las ideas”, disciplina de la que Barthes se mantuvo alejado, aunque los historiadores de las ideas, a la inversa, puedan aprender de sus textos; ni como capítulo de “historia de las religiones”, donde se mueve con originalidad Michel de Certeau. A la inversa, el análisis barthesiano de los Ejercicios podría interesar a quienes analicen la reforma de la subjetividad creyente durante la Contrarreforma.
De nuevo, ¿por qué san Ignacio? Habría una banal respuesta biográfica. Barthes afirmó alguna vez que, para él, escribir fue siempre responder a un encargo. En efecto, su “Loyola” iba a ser la introducción a la versión francesa de los Ejercicios. En una de las biografías de Barthes se menciona que, durante su estada en el sanatorio de reposo, escribió textos, nunca conocidos, sobre algunos autores, entre ellos Loyola. Como sea, lo que nos ha llegado como ensayo sobre los Ejercicios vuelve innecesarias las otras pistas.
Barthes descubre en Loyola al logoteta y esa capacidad de producir lenguaje y sistema le interesa de manera absorbente al semiótico que ya ha analizado otros sistemas (la publicidad, la moda, el relato). Con Sade y Fourier, Loyola completa el triángulo de fundadores de lenguajes prácticos, escenográficos, organizativos. Reformadores o revolucionarios, los tres “han recurrido a las mismas operaciones”. Los tres creen saber cómo deben disponerse hombres y cosas, describen espacios y son meticulosos hasta el detalle más mínimo. Los tres tienen el sentido del orden: Sade en sus complejas configuraciones de cuerpos; Fourier en su taxonomía social imaginaria; Loyola en la vertical que ordena los Ejercicios y, por supuesto, en la ley divina que los sostiene. Los tres son fundadores y perseguidos (en el caso de Loyola, fue su orden la que padeció). Los tres son obsesivos y planificadores.
Pero, de nuevo, ¿por qué Loyola? Los Ejercicios, indica Barthes, “se fundamentan en la escritura”, no en el estilo, ni en la literatura, sino en ese exceso del lenguaje que permite ir más allá de lo que una filosofía o una sociedad consideran normal. En el detallismo obsesivo de la escritura de Loyola hay una plenitud y, al mismo tiempo, un vacío (el signo de la pregunta, “la aceptación reverente del silencio de Dios”, indica Barthes).
Retórica y dramática
Barthes describe la estructura de los Ejercicios espirituales como una articulación de cuatro relevos sucesivos: un “texto literal”, que Ignacio ha escrito para que sea leído por el Director de la práctica; un “texto semántico”, que el Director comunica al Ejercitante; un “texto alegórico”, que abre el vínculo entre el Ejercitante y la Divinidad; y un “texto anagógico”, en el cual la Divinidad ilumina al Ejercitante y autoriza una resolución a su pregunta. Al ensamblaje de esto cuatro relevos, Barthes lo denomina “forma inteligente”, que hace posible sucesivos niveles de interlocución en cuyo ascenso el Ejercitante acompaña, imita y a veces alcanza a realizar un “incierto y enorme” trabajo con el lenguaje. Por eso, Barthes piensa que los Ejercicios son retóricos y no místicos: una forma de hablar, no una energía inefable, un “aparato metódico para salir de la afasia y encontrar qué decir”. La retórica de los Ejercicios, como la retórica clásica que Barthes ya ha estudiado, hace posible la decisión frente a una pregunta que siempre abre por lo menos dos alternativas. Y, como en la retórica del ágora, esa decisión busca resolver una opción práctica: “¿Qué hacer? Como en la alternativa dramática por la que a fin de cuentas toda práctica se prepara y se determina: ¿Hacer esto o aquello?” La respuesta, por la afirmativa o la negativa, de una pregunta dirigida hacia la divinidad, en algún momento necesita de “la respuesta de Dios”. Se trata, entonces, de producir las condiciones en que pueda ser escuchado y, en primer lugar, de esclarecer vívidamente la pregunta del Ejercitante.
Barthes juzga que las “escenas” que Ignacio propone a la imaginación del Ejercitante son pobres y repetidas. Nada de la riqueza de los místicos ni de los poetas. Más bien, lugares comunes evangélicos, historias contadas en los dinteles de las iglesias, imágenes simples como las que, en el siglo XIX, serán las de Épinal, esas representaciones de escenas de la vida popular que también están en las estampas religiosas. En un tiempo en que todavía se desconfiaba de la imagen como recurso de la devoción, Ignacio usa la imagen como medio para mantener bajo control a la experiencia mística. Propone situaciones perfectamente acotadas para trazar el espacio dentro del cual el Ejercitante puede ver con discernimiento y orden la verdadera naturaleza de su pregunta.
Por otra parte, el discurso de los Ejercicios custodia cualquier fuga del imaginario hacia el lado de la irracionalidad. Como un cartesiano, Ignacio separa, distribuye, corta, enumera. Para Barthes, estas operaciones instalan el principio mismo del discernimiento: “Discernir (afirma) es diferenciar, separar, apartar, limitar, enumerar, evaluar, reconocer la función fundadora de la diferencia”. La diferencia trabaja en el mismo sentido en que la distinción entre sonidos hace posible los significantes en la lengua. La discretio de las prácticas y los juicios permite evaluar ordenadamente las virtudes, como en el concepto de “discreta caritas”. La diferencia es el fundamento del lenguaje y, en los Ejercicios, es el instrumento contra el divagar neblinoso de las subjetividades.
La lectura barthesiana de Loyola está más interesada en el sistema retórico y su dramaturgia que en los resultados. Al revés, podría decirse que los Ejercicios son tan meticulosos y sistemáticos no porque su autor se proponga fundar una retórica, sino porque la juzga necesaria en el camino que conduce al creyente de una pregunta a su respuesta. Loyola ha creado un sistema porque busca una respuesta que para él está en un más allá del sistema, pero a la que el sistema abre una vía material, perceptiva, de acceso. Barthes, en cambio, busca el sistema como ultima ratio. Se interesa en Loyola (y esto lo separa de Bataille), porque ve en él un inventor de sistema, no porque tal sistema permita alcanzar un objetivo que lo trascienda.
Pensador inmanente, a Barthes le preocupa la organización de los significados, la invención de nuevas configuraciones de sentido, la estructura que produce toda significación. Los tres logotetas, Sade, Fourier y Loyola, son la prueba barthesiana de que una estructura de este tipo implica siempre un teatro, personajes, sonidos y decorados. Las relaciones que se establecen son dramáticas y los discursos se ajustan a la retórica. La dramatización del discurso y su puesta en escena espacial o imaginaria fascinan a Barthes. Por eso, comencé estas notas afirmando que, como Japón, Loyola le ofrece a Barthes no la experiencia religiosa, sino un sistema que prueba que todo lo que significa siempre está organizado como discurso (aunque no siempre como discurso verbal). Los logotetas son aquellos pensadores excepcionales, inventores de una nueva configuración que permite decir y, sobre todo, que obliga a decir de cierto modo.
Notas
(1) El imperio de los signos apareció en la colección Skira en 1970. “Loyola” se publicó en la revista Tel Quel, número 68, a mediados de 1969, y debía ser la introducción a una traducción de los Ejercicios. En 1971, las Éditions Du Seuil publicaron ese texto como uno de los capítulos del libro Sade, Fourier, Loyola (trad. Madrid, Ediciones Cátedra, 1997).
(2) G. Bataille, L’experience intérieure, París, Gallimard, 1967, p. 30. Es sabido que este libro de Bataille fue demolido en un largo artículo de Sartre, quien, entre objeciones de todo tipo, sometió a critica el óculocentrismo de Bataille: es decir la “visión” interior regida por la imaginación visual.