Breve
antología para una relectura de El
corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.
– Elija ahora un novelista, Borges.
– Joseph Conrad. No ha habido ninguna
vacilación. No puede haber vacilación.
Así los mártires, en virtud de la
sustitución de la cruz, pueden ir llenos de coraje y hasta cantando a la
muerte, pero este coraje se lo deben a la angustia y al abatimiento del que
lucha en Getsemaní. Cuántos han penetrado en el misterio de esta angustia
terrorífica y de este abandono divino, sigue siendo un secreto de Dios.
Todos sabemos que El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, es uno de los relatos más extraordinarios, acaso el más intenso que la imaginación humana ha labrado, como dijo Jorge Luis Borges.
Pretendo transcribir algunos párrafos de la narración para que ellos iluminen un asunto que es imposible no plantearse en el final de la novela: ¿Puede un texto de tal clarividencia y crudeza terminar con una “mentira piadosa”? ¿Puede ser ese su resultado último, su conclusión?
Quien no haya leído El corazón de las tinieblas y desee hacerlo, no debe alarmarse porque hablemos aquí de su final. Es uno de
esos relatos en los que cada renglón cuenta, en los que toda la figura creada por el artista está en cada párrafo desde el inicio.
Simplificando mucho las cosas, digamos algo que acerque al argumento: Charlie Marlow, el narrador de la historia, cuenta a un grupo de amigos, a quienes los une “el vínculo del mar”, y que se hallan sentados en la proa de un bergantín que está anclado frente al estuario del Támesis, cómo, tiempo atrás, se embarcó para remontar el río Congo en un vapor, un barco fluvial de una compañía marfilera que lo envió en una “misión”. Ya entrado en el relato, describe la actividad y algunos aspectos de varias estaciones comerciales de esa compañía, dispuestas a
lo largo del río, que sirven para carga y descarga de la mercadería y para llevar a cabo algunas cuestiones administrativas. Marlow, poco a poco, irá internándose en ese río y en la selva que lo circunda, hasta llegar a la lejana Estación Central, la última del recorrido. Antes, durante el trayecto, irá apareciendo un nombre: Kurtz, que designa a quien resultará ser el jefe encargado de ese remoto lugar; hombre que, de ser sólo una mención inicial, se irá cargando luego con extrañas características que lo transformarán en un misterio sumamente inquietante, hasta tornarlo en el verdadero objetivo de la expedición, en el fin real de la travesía.
Ese largo viaje en la geografía será, sobre todo, un viaje interior, una iniciación en una profunda y oscura verdad. Marlow cuenta que, ya antes de embarcarse, sentí como si en vez de ir al centro de un continente estuviera a punto de partir hacia el centro de la tierra. Y, una
vez hecho a la mar, ya bordeando el África, dice: Yo observaba la costa. Observar una costa que se desliza ante un barco equivale a pensar en un enigma. Está allí ante uno, sonriente, torva, atractiva, raquítica, insípida o salvaje, muda siempre, con el aire de murmurar: “Ven y me descubrirás”.
Los viajes iniciáticos, esos que se emprenden después de haber oído el susurro de una verdad que invita a internarse en lo nuevo, suelen tener un precio. Tres son los resultados posibles, en general. En el primero, el hallazgo cuesta la vida y el que emprendió el viaje no retorna; ha llegado, ha visto la revelación, pero no podrá volver, el descubrimiento morirá con él, seguirá siendo un secreto. En el segundo, quien ha vislumbrado las buscadas profundidades pierde su salud mental y no podrá comunicar a nadie su encuentro que, como en el caso anterior, quedará silenciado, esta vez perdido en el laberinto de una mente extraviada.
Por fin, en el tercer caso, el viajero vuelve más sabio, aunque devastado.
Además, la experiencia tiene algo de intransferible; él es un testigo, pero sólo en parte puede contar aquello que le ha sido dado.
Agreguemos que el retorno del viajero que ha llegado a la meta suele ser posible, las más de las veces, porque otro se ha sacrificado por él.
Joseph Conrad, en El corazón de las tinieblas, nos presenta los tres casos estrechamente vinculados y ligados entre sí. Marlow es
enviado hasta “el último punto navegable”, más allá del cual sólo está la tupida selva. Kurtz está allí desde hace mucho tiempo y ha tomado contacto con lo más profundo de la oscuridad de la selva y de sí mismo. Hay un tercer personaje que no hemos mencionado todavía: el “arlequín”, fascinado por Kurtz hasta la alucinación, que está completamente loco. Cuando Marlow llegue a la Estación Central, se topará en primer lugar con el “arlequín” que, de algún modo, le servirá para saber por dónde no acceder a Kurtz, cómo preservarse para poder recoger la verdad que él atesora, y para poder incluso acoger a ese hombre entregado al horror.
Resumiendo: poco a poco se ha irá revelando que, para Charlie Marlow, Kurtz es “la meta de mi expedición”. Incluso, por momentos, llegará a hablar del progreso de la navegación a lo largo del río como de “nuestro avance hacia Kurtz”.
En un determinado momento, cuando Marlow está comentando la dificultad de comunicar a otros la substancia de cualquier cuestión profunda, aplica ese concepto a Kurtz que, como ya dijimos, es al principio sólo una mención: Para mí era apenas un nombre. Y en el nombre me era tan imposible ver a la persona como lo debe ser para ustedes. ¿Lo ven? ¿Ven la historia? ¿Ven algo?
De paso, afirma que ese nombre es lo que hay que ver, es “la historia”.
Inicialmente también, cuando está por comenzar a narrar el viaje, anticipa, acerca de Kurtz: En cierto modo pareció irradiar una especie de luz sobre todas las cosas y sobre mis pensamientos. Fue algo bastante sombrío, digno de compasión…, nada extraordinario sin embargo…, ni tampoco muy claro. No, no muy claro. Y sin embargo parecía arrojar una especie de luz.
Ahorramos detalles acerca del encuentro y del progreso de la relación entre Marlow y Kurtz. Llegan a una gran intimidad. Poco a poco, Charlie Marlow sabe que está ante alguien extraordinario que ha llegado a un extremo tan admirable como penoso. A la vez, Kurtz tiene claro que no habrá otra persona capaz de escuchar y recoger sus palabras.
Hay un momento que, por decirlo así, prepara a Marlow para recibir el legado de Kurtz, aquello que deberá comunicar al final. Es antes de conocerlo, durante el viaje por el río a través de la selva:
Penetramos más y más espesamente en el corazón de
las tinieblas. Allí había verdadera calma. […]
Éramos vagabundos en medio de una tierra
prehistórica, de una tierra que tenía el aspecto de un planeta desconocido. Nos
podíamos ver a nosotros mismos como los primeros hombres tomando posesión de
una herencia maldita, sobreviviendo a costa de una angustia profunda, de un
trabajo excesivo. Pero, de pronto, cuando luchábamos para cruzar un recodo,
podíamos vislumbrar unos muros de juncos, un estallido de gritos, un revuelo de
músculos negros, una multitud de manos que palmoteaban, de pies que pateaban,
de cuerpos en movimiento, de ojos furtivos, bajo la sombra de pesados e
inmóviles follajes. El vapor se movía lenta y dificultosamente al borde de un
negro e incomprensible frenesí. ¿Nos maldecía, nos imprecaba, nos daba la
bienvenida al hombre prehistórico? ¿Quién podía decirlo? Estábamos
incapacitados para comprender todo lo que nos rodeaba […] No podíamos entender porque nos hallábamos
muy lejos, y no podíamos recordar porque viajábamos en la noche de los primeros
tiempos, de esas épocas ya desaparecidas que dejan con dificultades alguna
huella… pero ningún recuerdo.
La tierra no parecía la tierra. Nos hemos
acostumbrado a verla bajo la imagen encadenada de un monstruo conquistado, pero
allí… allí podía vérsela como algo monstruoso y libre. Era algo no terrenal,
y los hombres eran… No, no se podía decir inhumanos. Era algo peor, saben,
esa sospecha de que no fueran inhumanos. La idea surgía lentamente en uno.
Aullaban, saltaban, se colgaban de las lianas, hacían muecas horribles, pero lo
que en verdad producía estremecimiento era la idea de su humanidad, igual que
la de uno.
[…] ¿Qué había allí después de todo?
Alegría, miedo, tristeza, devoción, valor, cólera… ¿Quién podía saberlo? Pero
había una verdad, una verdad desnuda.
Allí, en esa verdad, en ese lugar de conocimiento osado y atrevido, se ha internado y sumergido Kurtz que, una vez avanzada la novela, ya muy enfermo, en un momento dado, manifiesta su deseo de entregar a Marlow los papeles en los que ha podido consignar parte de sus hallazgos, y también algunas pertenencias personales.
Pero, aun en ese estado deplorable en el que se encuentra, y ya cercano su desenlace, el llamado a seguir profundizando en todas esas experiencias se le hace presente, y con más fuerza que antes. Marlow lo describe así: …hechizo de la selva que parecía atraerlo hacia su seno despiadado despertando en él olvidados y brutales instintos, recuerdos de pasiones monstruosas y satisfechas. Estaba convencido de que sólo eso lo había llevado a dirigirse al borde de la selva, a la maleza, hacia el resplandor de las fogatas, el sonido de los tambores, el zumbido de conjuros sobrenaturales. Sólo eso había seducido a su alma forajida hasta más allá de los límites de las aspiraciones lícitas. Es entonces cuando Marlow, que todavía no entiende del todo el centro de la atracción que impulsa a ese hombre, pero que sabe que lo arrastra hacia su perdición, decide hacerse cargo:
toma en sus brazos a Kurtz, que ya se halla totalmente desvalido, para transportarlo hasta el barco. Al cargarlo, Marlow dice que no era mucho más pesado que un niño. Se van invirtiendo los papeles. Hay una situación que va llegando a su fin. Aquí asistimos a un fortalecimiento y a una firme determinación del “discípulo”: se nos dice que Marlow toma el timón y mira hacia adelante, a diferencia de Kurtz que sigue mirando la selva como si estuviera imantado.
Momentos antes, al tratar de persuadir a Kurtz para que depusiera su actitud de internarse en la selva, ha dejado brotar de su corazón el enorme afecto que siente por ese hombre: “Se perderá usted, se perderá completamente”, murmuré. A veces uno tiene esos relámpagos de
inspiración, ya saben. Yo había dicho la verdad, aunque de hecho él no podía perderse más de lo que ya lo estaba en aquel momento, cuando los fundamentos de nuestra amistad se asentaron para durar…, para durar…, para durar…, hasta el fin…, más allá del fin.
Entonces, ya cercana la muerte de Kurtz, Marlow describe sus últimos momentos: Kurtz peroraba ¡Qué voz! ¡Qué voz! Resonó
profundamente hasta el mismo fin. ¡Pero él luchaba, luchaba! Su cerebro desgastado por la fatiga era visitado por imágenes sombrías…, imágenes de riquezas y fama que giraban obsequiosamente alrededor de su don inextinguible de noble y elevada expresión. “Mi prometida, mi estación, mi carrera, mis ideas…”, aquellos eran los temas que le servían de material para la expresión de sus elevados sentimientos. Poco después, le entrega a Marlow un paquete de papeles, con este sencillo encargo: Guárdeme esto. Y, acto seguido, se lo oye murmurar: Vive rectamente, muere, muere… Y Marlow refiere su final: No he visto nunca nada semejante al cambio que se operó en sus rasgos, y espero no
volver a verlo. No es que me conmoviera. Estaba fascinado. Era como si se hubiera rasgado un velo. Vi sobre ese rostro de marfil la expresión de sombrío orgullo, de implacable poder, de pavoroso terror…, de una inmensa e irredimible desesperación. ¿Volvía a vivir su vida, cada detalle de deseo, tentación y entrega, durante ese momento supremo de total lucidez? Gritó en un susurro a alguna imagen, a alguna visión, gritó dos veces, un grito que no era más que un suspiro: ¡Ah, el horror! ¡El horror!
Y ahora llegará, para Marlow, después de haber estado como un discípulo al pie de la cruz, el momento de volver y de entregar lo “guardado”, lo que le ha sido confiado precisamente allí.
Una vez en la ciudad, todo le parece trivial. Él había conservado el legado de Kurtz, que se irá dispersando ahora entre distintos destinatarios. Sus “papeles” eran de diversa índole. Parte de esa encomienda será entregada a un hombre de la compañía marfilera, parte a alguien que se presenta como un primo de Kurtz, parte a un periodista… Fragmentos, pedazos de un hombre que, al parecer, se ha deshaciendo. Marlow había dicho: Todo lo que había pertenecido a Kurtz había pasado por mis manos: su alma, su cuerpo, su estación, sus proyectos, su marfil, su carrera.
Pero lo más importante del legado todavía está por adquirir su verdadera dimensión. Ello ocurrirá ante la prometida de Kurtz, ante un amor que puede conferir el último y más profundo significado al sacrificio de ese hombre querido: …me quedé al fin con un manojo de cartas y
el retrato de una joven. Entonces, …toqué el timbre ante una puerta de caoba en el primer piso y, mientras esperaba, él parecía mirarme desde los cristales, mirarme con esa amplia y extensa mirada, con que había abrazado, condenado, aborrecido a todo el universo. Me pareció oír nuevamente aquel grito: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”. Y aparece la prometida: Vino hacia mí, toda de negro, con una cabeza pálida. Parecía flotar en la oscuridad. Llevaba luto.
Una aclaración última, antes de transcribir los párrafos centrales del encuentro de Marlow con la prometida de Kurtz: hay que recordar que todos los largos y penosos sucesos a los que uno va asistiendo en el transcurso de la novela, ese peligroso y prolongado trayecto de días, todo eso es, en realidad, el relato que ocurre durante un rato de conversación entre algunos amigos, a los que Charlie Marlow les va narrando hechos que han ocurrido hace ya mucho. Muy pocas veces, el autor nos regresa a ese “presente”, a ese momento, como para hacernos recordar
que estamos ante un testimonio. Hay una de esas veces, especial entre las demás: promediando la novela, Marlow hace una declaración extraña, aparentemente inmotivada, que desconcierta momentáneamente al lector, pero que será valiosa luego para la comprensión profunda de lo que realmente se ha querido decir y comunicar. Es una breve y brusca diatriba contra la mentira, que no se entiende muy bien a qué viene en ese lugar:
Yo no hubiera llegado tan lejos como a batirme [a duelo] por Kurtz, pero por causa suya estuve casi a punto de mentir. Ustedes saben que odio, detesto, me resulta intolerable la mentira, no porque sea más recto que los demás, sino porque sencillamente me espanta. Hay un tinte de muerte, un sabor de mortalidad en la mentira que es exactamente lo que más odio y detesto en el mundo, lo que quiero olvidar. Me
hace sentir desgraciado y enfermo, como la mordedura de algo corrupto.
Casi…
Transcribo ahora algunos de los párrafos del encuentro entre Marlow y la prometida de Kurtz:
“Usted lo conoció bien”, murmuró, después de un luctuoso silencio. “La intimidad surge rápidamente allá”, dije. “Lo conocí tan bien como es posible que un hombre conozca a otro.” “Y lo admiraba”, dijo. “Era imposible conocerlo y no admirarlo. ¿No es cierto?” “Era un hombre notable”, dije, con inquietud. Luego, ante la exigente fijeza de su mirada que parecía espiar las palabras en mis mismos labios, proseguí: “Era imposible no…”. “Amarlo”, concluyó ansiosamente, imponiéndome silencio, reduciéndome a una estupefacta mudez. “¡Es muy cierto! ¡Muy cierto! ¡Piense que nadie lo conocía mejor que yo! ¡Yo merecí toda su noble confianza! Lo conocí mejor que nadie.”
“Lo conoció usted mejor que nadie”, repetí. Y tal vez era cierto. Pero ante cada palabra que pronunciaba, la habitación se iba haciendo más oscura, y sólo su frente, tersa y blanca, permanecía iluminada por la inextinguible luz de la fe y el amor.
“Usted era su amigo”, continuó. “Su amigo”, repitió en voz un poco más alta. “Debe usted haberlo sido, ya que él le entregó esto y lo envió a mí. Siento que puedo hablar con usted… y, ¡oh!…, debo hablar.
Quiero que usted, usted que oyó sus últimas palabras, sepa que he sido digna de él…”
Lo de las “últimas palabras” es dicho al pasar; ella todavía no sabe si Marlow realmente las oyó; lo “adivina”. Pero este “anticipo” prepara el momento en el que sí se pronunciarán con certeza las últimas palabras de Kurtz, centro del significado y de la intensidad del diálogo.
Notemos, además, que esta conversación amplía y en alguna medida esclarece el sentido de todo el periplo de Kurtz. Fuera de la noticia inicial de que “irradiaba una cierta luz” y del momento en el que Marlow asiste a su muerte, donde ya se prefigura de algún modo el espíritu sacrificial de Kurtz, él es siempre el habitante de lo oscuro, de lo todavía desconocido, no descubierto, el que llega hasta el abismo, al corazón de las tinieblas, al horror. Ahora, en virtud de las nuevas palabras que escuchamos de boca de los dos interlocutores, resulta ser el amado
y comprendido, el que se va revelando y dando a conocer en la evocación, el que
es puesto bajo una nueva luz: “la inextinguible luz de la fe y el amor”.
Ahora irá
surgiendo, con mayor definición, aquello entrevisto por Marlow poco antes de la
muerte de Kurtz: que no eran sólo las palabras, sino su voz (¡Qué voz! ¡Qué voz!): profunda y sonora
y, a la vez, situada en un “grito susurro”, “grito suspiro”. Voz que expresa lo
que él era, su grandeza, con la que se va entrando en comunión en el decurso
del diálogo:
¿Quién, quién que lo hubiera oído hablar una sola
vez no se convertiría en su amigo?”, decía. “Atraía a los hombres hacia él por
lo que había de mejor en ellos.” Me miró con intensidad. “Es el don de los
grandes hombres”, continuó, y el sonido de su voz profunda parecía tener el
acompañamiento de todos los demás sonidos, llenos de misterios, desolación y
tristeza que yo había oído en otro tiempo: el murmullo del río, el susurro de
la selva sacudida por el viento, el zumbido de las multitudes, el débil timbre
de las palabras incomprensibles gritadas a distancia, el aleteo de una voz que
hablaba desde el umbral de unas tinieblas eternas. “¡Pero usted lo ha oído!
¡Usted lo sabe!”, exclamó.
“Sí, lo sé”, le dije con una especie de desesperación
en el corazón, pero incliné la frente ante la fe que veía en ella, ante la
grande y redentora ilusión que brillaba con un resplandor sobrenatural en la
tiniebla, en las tinieblas triunfantes de las que no hubiera yo podido
defenderla…, de las que tampoco me hubiera podido yo defender.
Una vez más, la
sintaxis característica de Conrad: las tinieblas son “triunfantes” y ante ellas
uno se encuentra indefenso. Sin embargo, si son puestas, según las palabras de
Marlow, en el marco “de la fe y el amor” de la prometida, de la admiración y
fascinación del propio Charlie Marlow, y, sobre todo, dentro de los ecos y
resonancias de la voz reveladora de Kurtz, todo eso, que no se transforma, que
no debe ser ocultado ni negado o “superado”, sufre, no obstante, una
transfiguración y se manifiesta también como belleza, como luz moral.
Todo el diálogo
irá evolucionando hacia una fe creciente en el legado de Kurtz y, más aún, en
la persona misma de Kurtz, que ya va apareciendo cada vez más como un
sacrificado cuya ofrenda, en la fe de los que lo acogieron en el pasado y lo
aceptan en el presente, adquiere validez universal:
“¡Qué pérdida ha sido para mí…, para nosotros!”,
se corrigió con hermosa generosidad. Y añadió en un murmullo: “Para el mundo”.
Los últimos destellos del crepúsculo me permitieron ver el brillo de sus ojos,
llenos de lágrimas que no caerían. “He sido muy feliz, muy afortunada.
Demasiado feliz. Demasiado afortunada por un breve tiempo. Y ahora soy
desgraciada…, para toda la vida.”
Se levantó; su brillante cabello pareció atrapar
toda la luz que aún quedaba en un resplandor de oro. Yo también me levanté.
“Y de todo esto”, continuó tristemente, “de todo lo
que prometía, de toda su grandeza, de su espíritu generoso y su noble corazón
no queda nada…, nada más que un recuerdo. Usted y yo…”.
“Lo recordaremos siempre”, añadí con premura.
“¡No!”, gritó ella. “Es imposible que todo esto se
haya perdido, que una vida como la suya haya sido sacrificada sin dejar nada,
sino tristeza. Usted sabe cuán amplios eran sus planes. También yo estaba
enterada de ellos, quizás no podía comprenderlos, pero otros los conocían. Algo
debe quedar. Por lo menos sus palabras no han muerto.”
“Sus palabras permanecerán”, dije.
“Y su ejemplo”, susurró, más bien para sí misma.
“Los hombres lo buscaban; la bondad brillaba en cada uno de sus actos. Su
ejemplo…”
“Es cierto”, dije, “también su ejemplo. Sí, su
ejemplo. Me había olvidado”.
Otra vez.
También todo este párrafo está tejido de la oscilación, la alternancia
característica de la sintaxis de Conrad: la catástrofe es real; pero lo que se
obtiene gracias a ella, en ella misma, la ganancia, es también real. Hay una
inmensa pérdida (“para el mundo”). Pero ello ha ocurrido porque ha habido un
“sacrificio” de “una vida como la suya”. Por lo tanto no puede ser sólo una
mera pérdida: “Algo debe quedar”. Si “los hombres lo buscaban”, lo que buscaban
está a punto de ser revelado como un inmenso drama de toda la humanidad, como
una revelación que necesitaba de Kurtz para manifestarse, del sacrificio de
Kurtz, condigno con su vida cuya rectitud y honestidad ha consistido en llegar
hasta el final (Vive rectamente, muere,
muere):
“Su fin”, dije yo, con una rabia sorda que comenzaba
a apoderarse de mí, “fue, en todo sentido digno de su vida”.
“Y yo no estuve con él”, murmuró. Mi cólera cedió a
un sentimiento de infinita piedad.
“Todo lo que pudo hacerse…”, murmuré.
“¡Ah, pero yo creía en él más que cualquier otra
persona en el mundo, más que su propia madre, más que… que él mismo! ¡Él me
necesitaba! ¡A mí! Yo hubiera atesorado cada suspiro, cada palabra, cada gesto,
cada mirada.”
Sentí un escalofrío en el pecho. “No, no”, dije con
voz sorda.
“Perdóneme, he padecido tanto tiempo en silencio…,
en silencio… ¿Estuvo usted con él… hasta el fin? Pienso en su soledad.
Nadie cerca que pudiera entenderlo como hubiera podido hacerlo yo. Tal vez
nadie que oyera…”
“Hasta el fin”, dije temblorosamente. “Oí sus
últimas palabras…” Me detuve lleno de espanto.
“Repítalas”, murmuró con un tono desconsolado.
“Quiero algo…, algo…, para poder vivir.”
Estaba a punto de gritarle: “¿No las oye usted?”. La
oscuridad las repetía en un susurro que parecía aumentar amenazadoramente como
el primer silbido de un viento creciente. “¡Ah, el horror! ¡El horror!”
“Su última palabra…, para vivir con ella”,
insistía. “¿No comprende usted que yo lo amaba…, lo amaba?”
Reuní todas mis fuerzas y hablé lentamente.
“La última palabra que pronunció fue el nombre de
usted.”
Oí un ligero suspiro y mi corazón se detuvo
bruscamente, como si hubiera muerto por un grito triunfante y terrible, por un
grito de inconcebible triunfo, de inexplicable dolor.
Casi…
Marlow no ha
mentido. Él mismo lo ha declarado así a sus amigos.
Había comenzado
a conocer la verdad cuando, al internarse en el río y la jungla, en el “corazón
de las tinieblas”, se le había insinuado una realidad apenas entrevista en la
manifestación brumosa de la selva: “esa sospecha de que no fueran inhumanos”,
que, a la vez y con mayor intensidad, resulta ser algo más preciso y honesto:
“humanidad igual que la de uno”. Al proseguir y pasar adelante, Marlow irá
atravesando por experiencias que le permitirán acoger el legado de Kurtz y, a
la vez, entender a ese hombre que, de ser al principio apenas una mención
vacía, se irá abriendo hasta romper el velo que ocultaba su corazón y su
nombre: Horror. Ese es el nombre de
Kurtz; pero también el de su amada, el de Marlow, el de todos; incluso el de
los lectores y el de Conrad.
Charlie Marlow
se lo ha dicho de manera piadosa (pronunció
el nombre de usted) a la prometida de Kurtz, que, por un momento, quiere
quedarse con algo que ya es inasible, con algo que ha muerto. Ella habla el
lenguaje desmesurado del amor, como Magdalena, cuando buscaba desesperada y
absurdamente un cadáver que deseaba atesorar, hasta que escuchó su nombre de
boca del Maestro, a la vez que la admonición: no me toques (Jn. 20, 15-17). Y lo que podrá retener no es una
realidad distinta de la que anhela sino la misma, pero transfigurada. Y más que
como Magdalena, la prometida recogerá a Kurtz como una Pietà. Ella, que cree en él más
que su propia madre y que es capaz de atesorar cada suspiro, cada palabra, cada gesto, cada mirada. (Es la parte
de la escena que le faltaba al discípulo Marlow, el lugar femenino en cuyo
regazo depositar la ofrenda.)
A lo largo de El corazón de las tinieblas se va
operando una profunda transformación, cifrada en el cambio del significado del
grito que dice el nombre: grito susurro,
grito suspiro, Horror, es lo que oye Marlow, hasta que la prometida pide esas
últimas palabras con esta confesión: yo
lo amaba, lo amaba. Puesto allí, donde la cólera cedió a un sentimiento de infinita piedad, el grito de
horror muestra el alcance de ese nombre de todos, la enorme belleza de su
tensión dramática: grito de
incomprensible triunfo, de
inexplicable dolor.
Casi…
Marlow no ha mentido. Pero casi. Entonces, ¿ha dicho toda la verdad? Imposible. Siempre hay y habrá más. Algo tiene que quedar, había dicho la prometida de Kurtz. Y es cierto: un nombre, una vida sacrificada, una verdad oscura. Pero Marlow, a su vez, ha declarada que eso llega hasta más allá del fin. Y es precisamente por eso que no se trata de algo que “falte”. Es otra cosa: la revelación no es incompleta, es inagotable. Habrá que seguir buscando, navegando.
La novela termina con la mirada dirigida, como en el comienzo, hacia el mar y el Támesis: …la tranquila corriente que llevaba a los últimos confines de la tierra…
1 Borges el memorioso. Jorge Luis Borges y Antonio Carrizo. Fondo de
Cultura Económica. Buenos Aires, 1982, págs. 81-82.
3 Inmediatamente antes de partir,
Marlow es examinado por un médico que debe aprobar a los que van a realizar un
trabajo para la compañía marfilera. Es interesante que, de algún modo, las cosas
que este médico dice resultan una suerte de advertencia o anticipo en
referencia a los dos primeros casos de viaje iniciático. Respecto de los que
han partido antes que Charlie Marlow, dice: Nunca
los he vuelto a ver. Y luego pregunta: ¿Ha
habido algún caso de locura en su familia? Y termina recomendando: Evite usted la irritación más que los rayos
solares. En el trópico hay que mantener sobre todas las cosas la calma.
4 Recordemos cómo, en el final de
uno de los viajes más extraordinarios, la Divina
Comedia, Dante dedica una gran cantidad de frases para decir que el
lenguaje es insuficiente para comunicar lo que se ha visto a esa altura.
5 Que Kurtz es alguien que se
ofrece en sacrificio para dejar un legado, es algo que se va comprendiendo ya
muy entrada la novela. Por otra parte, es una idea y un tipo de personaje
frecuentes en la obra de Conrad. Sólo por citar dos relatos breves, se puede
leer Gaspar Ruiz como ejemplo del que
da la vida por los suyos, y El duelo
como ejemplo de alguien que está dispuesto a dar la vida por amor y respeto al
enemigo.
6 Uno se pregunta en qué quedamos:
¿irradia luz, o es bastante sombrío, no muy claro? Para Conrad, siempre, a lo
largo de toda su obra, no hay belleza que no tenga algo oscuro, inalcanzable,
brumoso, así como tampoco hay nada oscuro que no tenga su belleza profunda.
Esta convicción llega al punto de ser parte constitutiva y fundamental de su
estilo, de su sintaxis misma. Conrad puede decir cosas como esta: Era una tarde preciosa, con un cielo gris.
O también: El día terminaba en una
serenidad de tranquilo y exquisito fulgor. El agua brillaba pacíficamente; el
cielo, despejado, era una inmensidad benigna de pura luz; la niebla misma,
sobre los pantanos de Essex, era como una gasa radiante colgada de las
colinas… Esto permite también saber que la oscuridad y el horror en el
que se sumergirá Kurtz hasta dar la vida no es algo sólo maligno o siniestro,
sino una verdad, un aspecto de la condición humana, que él ha querido
desentrañar para ahondar en una auténtica sabiduría acerca de la humanidad. No
está ausente aquí, en la narración de este viaje, una visión acerca del camino
del artista, expresado así por Conrad en el prólogo a El negro del Narciso: Lo
mismo ocurre con aquel que trabaja la obra de arte. El arte es largo, la vida
corta, y la verdad muy lejana. Así, inseguro de las propias fuerzas para tan
largo viaje, se pone uno a hablar del fin perseguido, del fin del arte que,
como la propia vida, es atrayente, difícil de alcanzar, y está oscurecido por
la bruma. No es la conclusión de una lógica triunfante, no se encuentra en la
revelación de esos secretos que llamamos “leyes de la naturaleza”. No es menos
grande que ellos, sólo que es más difícilmente accesible. En síntesis, en
ese mismo prólogo: …no hay lugar alguno
de esplendor, ni oscuro rincón sobre la tierra que no merezca, cuando menos,
una mirada pasajera de admiración o de piedad.
7 Conviene señalar aquí que el
autor nos va manifestando muy de a poco las profundidades en las que Marlow se
va adentrando al penetrar en el sendero abierto por Kurtz. Constantemente se
hablará, en la novela, de una verdad.
Pero, al principio, son simples interpolaciones: un nombre, una especie de luz,
un enigma que susurra que puede ser descubierto… Mientras, en ese momento
inicial, Charlie Marlow sencillamente ha conseguido un trabajo y parte hacia
una tarea comercial. Y es en medio de los conflictos propios de esa tarea que
irán surgiendo los indicios que hablarán del otro sentido del viaje, del
sentido auténtico, más hondo y real: el hallazgo de una verdad que emergerá a
causa del encuentro con Kurtz. Pero, nuevamente, destaquemos la penosa
progresión, los constantes sucesos que aparecen y difieren la llegada y el
encuentro. Todo esto tendrá un significado más nítido al final del relato: lo
que uno intuye como lo verdadero, como lo decisivo, no está así no más al
alcance de la mano. Lo que ha de surgir como una revelación no cesa, la
travesía que lleva a la verdad no termina. (El
arte es largo, la vida corta, y la verdad muy lejana.)
(Raquel Barros, en estas mismas páginas, ha señalado
que hay pocas historias en las que el recurso de diferir lo que se ha enunciado
como materia del relato haya sido aplicado de una manera tan extrema como la
utilizada por Conrad en El corazón de las
tinieblas. Es también ella la que ha subrayado las recomendaciones del
médico en referencia a los viajes iniciáticos)
8 El timón, en toda la obra de
Conrad, es un símbolo de mando, es el lugar de quien decide el rumbo que todos
han de seguir, el lugar de quien labra el sentido. (Puede verse, como ejemplo,
en la novela Tifón, la discusión que
mantiene en un determinado momento el timonel con el capitán Mac Whirr, quien
parece aceptar que el que sostiene el timón es el verdadero comandante del
barco.)
9La
prometida, situada aquí en primer lugar, será precisamente en torno de quien se
planteará el dilema del significado del final de la novela.