La gran película de un polémico director

¿Qué fuerza impulsa al hombre para dedicarle años enteros a una idea, pese a todos los inconvenientes que aparezcan en el camino? ¿Y qué fuerzas impulsan a los demás para denigrar y ver intenciones espurias en la concreción de esa idea? Por ejemplo, en la defensa de Alfred Dreyfus, y en algunas obras cinematográficas que se hicieron sobre aquel episodio sombrío de la Belle Epoque.

Entre 1894 y 1906 la Francia ultramontana se ensañó con un inocente, el capitán de artillería Alfred Dreyfus, falsamente acusado de espionaje, degradado y enviado a la Isla del Diablo, en tanto otra parte de Francia buscó reivindicarlo. De un lado, el Estado Mayor del Ejército y los fanáticos xenófobos y antisemitas. Dreyfus era judío alsaciano (justo cuando franceses y alemanes se disputaban Alsacia y Lorena), es decir, era el chivo expiatorio perfecto. Del otro lado lo defendían la familia, unos periodistas, algunos políticos que con leyes de avanzada intentaban levantar la endeble Tercera República, algunos escritores como el gran Emile Zola, ese del impactante “Yo acuso” publicado en primera plana, y por el cual fue condenado, y un militar digno de su uniforme, al que tampoco le gustaban los judíos, pero menos aún le gustaba la injusticia. 

En esta historia, un juicio militar a puertas cerradas se apoyó en un dossier secreto con pruebas falsas que alguien recomendó destruir después de firmada la sentencia, y otro juicio esquivó pruebas que podían descubrir al verdadero espía, porque reconocerlo hubiera afectado las conveniencias de casta y de política del momento. Cabía la posibilidad de un indulto presidencial, pero eso se otorga sólo a quien se reconoce culpable. ¿Rechazarlo y seguir preso, o aceptarlo y enturbiar de ese modo la afirmación de inocencia?

En todo caso, demostrada la falsedad de las pruebas, ¿qué hacer con los falsarios? ¿Y qué harían éstos con sus conciencias? Uno se suicidó, dejando escrita la confesión que no se animaba a dar en persona. Otros sólo se callaron. Quien más se ensañó, hasta en su lecho de muerte siguió acusando tercamente al oficial judío. El oficial alemán que recibía los informes del verdadero espía dejó asentada la inocencia del acusado. Y el verdadero, que por las dudas se había ido del país, simplemente cambió de nombre y vivió tranquilo con su familia. Para sumar entradas, cada tanto escribía notas en un diario antisemita.

Finalmente, Dreyfus recuperó su cargo y su buen nombre, y recibió dos veces la Legión de Honor. La segunda, como héroe de la batalla de Verdún en la Primera Guerra Mundial. Murió en 1935, cuando ya era leyenda. El otro héroe de esta historia, el coronel Georges Picquart, que también afrontó difamaciones, destituciones y cárcel, logró ser reivindicado, fue nombrado Ministro de Guerra, y murió a consecuencias de un accidente en enero de 1914.

Contamos todo esto porque no aparece en ninguna película, y uno siempre quiere saber “qué fue de sus vidas”. Las obras se centran lógicamente en lo más significativo, es decir la lucha entre “dreyfusards” y “anti dreyfusards”, hasta llegar al triunfo de la verdad. Las primeras películas, con las naturales limitaciones del primer cine mudo, fueron dos vistas breves del sello Lumiére, mostrando a la esposa, el abogado y los guardias durante el segundo juicio, y tres “actualidades reconstruidas”, todas con el mismo título, L’Affaire Dreyfus, de Georges Mélies, 1899, Ferdinand Zecca, 1902, y Lucien Longuet, 1907, que escenificaban episodios en tribunales, discusiones callejeras, la vida del condenado en la isla, el suicidio del arrepentido y el atentado contra el abogado defensor Fernand Labori.

A comienzos del sonoro en Alemania, una novela de Bruno Weil sobre el caso alentó al actor y director Richard Oswald (nacido Ornstein) a filmar Dreyfus, 1930, como aporte a la lucha contra el creciente nazismo. Pronto, escritor, director y protagonistas, todos judíos, debieron escapar de Alemania. Bruno Weil estuvo incluso en la Argentina, antes de instalarse  definitivamente en los Estados Unidos. En 1931, en Inglaterra, una pieza teatral de Wilhelm Herzog y Hans Rehfisch fue llevada al cine por F.W.Kraemer, productor y codirector, y Milton Rosmer, director, como The Dreyfus Case, también con la intención de alertar al público de ese momento. El adaptador fue Reginald Berkeley, político liberal y guionista, autor de una obra hermosa, El hombre que yo maté, donde, lleno de dolor, un soldado francés visita el hogar del soldado alemán que hirió y vio agonizar hacia el final de la guerra. Ernst Lubitsch la llevó al cine, y las lágrimas del público caían limpiamente.

En 1937 la Warner Bros produjo La vida de Emile Zola, con Paul Muni, bajo dirección del maestro William Dieterle, alemán emigrado. Entre los guionistas estaban otro alemán, Heinz Herald, y un húngaro, Geza Herczeg, corresponsal de ambas guerras mundiales. Curiosamente, Jack Warner, judío, ordenó que en ningún momento se mencionara la condición judía de Dreyfus, cosa de evitar posibles reacciones de algún público antisemita, y hacer más universal el elogio a la prensa libre. Recién en 1958 un film anglo-americano contó la historia sin ese ocultamiento: Yo acuso, del actor y director portorriqueño José Ferrer. Basado en el libro del historiador Nicholas Halasz El capitán Dreyfus. Relato de una histeria colectiva, el novelista Gore Vidal hizo para este film un guión que simplifica varios detalles, pero es muy efectivo, pegándole de forma indirecta al famoso Comité de Actividades Antiamericanas, vulgo Comité MacCarthysta. Lo mismo, recién en 1959 la obra de Herzog y Rehfisch llegó al público masivo alemán, a través de un telefilm. Y recién en 1965 Francia produjo un corto documental,  L’affaire Dreyfus, de Jean Vigne, pensado además para su difusión en las escuelas. ¡Cuánto tiempo había pasado!

Después vendrían, con mayor o menor agudeza, Dreyfus ou l’intolerable verité (1974, Jean Chérasse), Émile Zola ou la conscience humaine (1978, Stellio Lorenzi), Can a jew be innocent? (1991, Jack Emery, serie de la BBC), Prisoner of Honor (1991, Ken Russell), La raison d’Etat. Chronique de l’affaire Dreyfus (1994, Pierre Sorin) y la miniserie L’affaire Dreyfus (1995, Yves Boisset, buen autor de cine de intriga con trasfondo político). Participaron en esta obra  los escritores Jean-Denis Bredin y Jorge Semprún (varias de cuyas vivencias –maquisard, sobreviviente de Buchenwald, etc.– bien podrían ser llevadas al cine). Hermosa la escena en que Zola, frente a toda la redacción de L’aurore, lee con voz vibrante el Yo acuso, y a cierta altura se explica a sí mismo, emocionado: “Je n’ai qu’une passion, celle de la lumiere au nom de la humanité, qui a tan souffert et qui a droit au bonheur” (algo así como “No tengo sino una pasión, la de la luz en nombre de la humanidad que tanto ha sufrido y que tiene derecho a la felicidad”).

Quien presenta en este siglo su propio J’accuse es Roman Polanski, apoyado en la novela de Robert Harris An officer and a spy, apoyado a su vez en el libro del historiador Christian Vigoreaux Georges Picquart, dreyfusard, proscrit, ministre. El punto de vista de estos tres notables es, novedosamente, el del coronel Picquart, el hombre que se jugó su carrera, y hasta su vida, por la verdad, la justicia y el honor de las armas. Un verdadero ejemplo.

Según dicen, la novela está narrada por el propio personaje de Picquart en tiempo presente. Polanski no llega a tanto, pero va más lejos. Con un estilo clásico, toca muy bien el interés, el sentimiento –y el pensamiento– del público, y lo hace sin golpes bajos, sin sentimentalismo, sin discursos ni chisporroteos de moda, con mano firme, tensión creciente y mirada lúcida, manejando un elenco tan notable como numeroso, y una producción compleja que hubiera desanimado a cualquier otro director de su misma edad (86 al momento del rodaje, 88 desde el pasado 18 de agosto).

Su película es la más completa, acaso la mejor, y de algún modo forma con El pianista un díptico sobre los prejuicios, abusos y bestialidades sufridos por su raza, y sobre los militares justos que también pueden encontrarse. Picquart en un caso, y en otro el capitán Wilhelm Hosenfeld. Son temas que Polanski lleva en la sangre. Su madre murió en la cámara de gas, él pasó parte de su infancia en el gueto y su juventud bajo el desprecio del régimen comunista polaco, y de la misma sociedad polaca, hacia los judíos. 

Curiosamente, ahora algunos críticos y muchas militantes feministas desdeñan su trabajo. Dicen que lo hizo como una forma indirecta de justificarse por un delito de orden privado que cometió hace décadas, y llegan a decir “Al identificarse con Dreyfus pretende que lo crean inocente”. Esto suena disparatado, pero hay gente así. Peor aún, cuando los votantes de la Academia Francesa de Cine nominaron su película nada menos que con doce candidaturas a los premios César, la presión de los “políticamente correctos” obligó a la renuncia de la Comisión Directiva, el cambio de reglamentos y una ceremonia bochornosa, en la que, pese a todo, la obra ganó tres premios, incluido el de Mejor Director, pero no el de Mejor Film, que fue para el efectista Los miserables, de Ladj Ly (nada que ver con Víctor Hugo).

En un artículo de Le point, el escritor Pascal Bruckner lo vio de este modo: “Ladj Ly fue sentenciado a tres años de prisión por asalto a mano armada y uso de violencia. Se estima con razón que pagó sus deudas con la sociedad y que la recompensa de Los miserables es merecida. Ladj Ly es un joven de suburbio, musulmán y ‘racializado’, según la neolengua actual. Por su parte, Polanski no tiene derecho a ninguna indulgencia. Nada calmará su crimen, el de ser lo que es, un hombre blanco, heterosexual, viejo… y judío. Es preocupante que la gran causa del feminismo se desvíe hacia estas malas pasiones”. El odio y la intolerancia tienen, ya sabemos, diversas formas, que suelen renovarse.     

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