Stoner
de John Williams
Buenos Aires, 2016, Fiordo editorial
Si uno busca su biografía en Internet, después de variadas informaciones sobre un famoso homónimo compositor estadounidense de bandas sonoras para películas y otro músico australiano, con suerte y perseverancia encontrará noticias sobre este casi desconocido escritor norteamericano (Texas, 1922-Arkansas, 1994), autor de Stoner, una novela de 1965 que acaba de traducirse y publicarse en la Argentina.
Hay ficciones de cuyo argumento uno puede contar suficientemente, pero hay otras que lo que pueda decirse no alcanza para dar cuenta de la profunda emoción que suscita la lectura. ¿Cómo expresar, por ejemplo, la admiración que producen obras como Madame Bovary de Flaubert o Eugenia Grandet de Balzac? Intentar una síntesis es perder por el camino el intransferible encanto de las obras. Otra aproximación: si tuvieran que referirse obras cinematográficas deslumbrantes como muchas de las de Bergman, Tarkovski o Bresson, ¿qué podría decirse para expresar algo de su inefable belleza? Algo análogo sucede con Stoner. Igualmente intentaremos ahora escribir sobre el libro de Williams, con la intención de que quien vea estas líneas acuda a la obra en cuestión y olvide los comentarios, cuya único destino era despertar la curiosidad.
El autor comienza presentando a su personaje: “William Stoner ingresó en la Universidad de Misuri en 1910, a los diecinueve años. Ocho años después, en plena Primera Guerra Mundial, se doctoró y aceptó un puesto docente en esa misma institución, donde dictó cátedra hasta su muerte en 1956. Nunca superó el cargo de profesor asistente, y pocos alumnos lo recordaban con claridad después de haber cursado su materia. Cuando falleció, sus colegas honraron su memoria donando un manuscrito medieval a la biblioteca de la universidad”.
Conoceremos a los padres, silenciosos y abnegados granjeros que se sacrifican para que el hijo pueda estudiar agronomía (“Su padre se reacomodó en la silla. Se miró los dedos gruesos y callosos, en cuyas grietas la tierra había penetrado tan profundamente que no se podía lavar. Entrelazó los dedos y los alzó casi como si rezara”). Pero el hijo, al llegar a la universidad, queda enseguida sorprendido por un soneto de Shakespeare y decide estudiar Letras. Le había dicho el profesor: “Es una composición poética de catorce versos con una estructura que usted ya habrá memorizado. Está escrito en lengua inglesa, y creo que usted la habla desde hace algunos años”.
Sus padres no pueden entender lo que sucede pero tampoco contradicen su inesperada vocación. Stoner más tarde se enamora de una mujer de otro rango social en la provincia, Edith Bostwick, y en poco tiempo se casa con ella. Demasiado pronto vivirá la desilusión: “Al cabo de un mes él supo que su matrimonio era un fracaso; al cabo de un año abandonó toda esperanza de que fuera a mejorar. Aprendió a callarse y dejó de imponerle su amor”. Sentirá por su única hija, Grace, verdadera ternura; y tratará de comprenderla hasta el final. Hará su breve e intensa irrupción también una amante, la inteligente Katherine Driscol, cuyo recuerdo lo sumirá luego en la nostalgia. Y un altivo y detestable alumno, Charles Walker, que lo enfrentará como si fuera su verdadero y más feroz contrincante.
Autores como el catalán Enrique Vila-Matas, el británico Ian McEwan o el argentino Rodrigo Fresán le han dedicado comentarios altamente elogiosos. Y The New York Times Book Review llega a decir que se trata de “algo aún más infrecuente que una gran novela”, porque es “una novela perfecta, tan bien contada y tan bien escrita, tan conmovedora, que quita el aliento”.