Cuando las buenas costumbres no alcanzan

Cuando las instituciones flaquean, las costumbres ceden y sobreviene la ruina política: el personalismo y la arbitrariedad.

En los fragmentos iniciales de La Democracia en América, Alexis de Tocqueville, al que Hannah Arendt adeuda sus reflexiones sobre el valor de la asociación y la tiranía mayoritaria, advierte sobre la necesidad de una nueva ciencia política. Tocqueville destaca un punto de inflexión, un hecho extraordinario y sin precedentes que pone de manifiesto el funcionamiento de la sociedad norteamericana: la igualdad de condiciones o la democracia como estado social, no como forma de gobierno. Las bendiciones y amenazas de tal suceso que, además, el pensador francés juzga como la destinación inexorable de los pueblos en el futuro, lo impulsan a teorizar sobre el mismo, con categorías originales que pretenden dar cuenta de lo nuevo: el punto de partida democrático, el estado social, la tiranía mayoritaria, el peligro del aislamiento y la atomización, las virtudes de la asociación. En el “Prefacio” a Between Past and Future, Arendt interpreta las circunstancias que rodearon la gran obra de Tocqueville a la luz del aforismo de René Char, que defiende la existencia de un pasado sin testamento, al que sólo se podría acceder en la circunstancia ruinosa del derrumbe del marco de referencias:

“Cuando Tocqueville retornó del Nuevo Mundo, al que supo describir y analizar con tal maestría que su obra sigue siendo un clásico y ha sobrevivido a más de un siglo de cambio radical, era consciente del hecho de que, lo que Char llamó «cumplimiento» de un acto y evento, aún lo había esquivado. El aforismo de Char, «Nuestra herencia nos fue dejada sin testamento», suena como una variación de la sentencia de Tocqueville: «Desde que el pasado ha dejado de arrojar su luz hacia el futuro, el espíritu [mind] del hombre vaga en la oscuridad»” (Arendt, Between Past and Future)

Hannah Arendt advierte que los acontecimientos novedosos del siglo XX, los regímenes totalitarios de Hitler y de Stalin, pulverizaron las mores evaluativas de comprensión; nuestros criterios habituales de juicio no son ya operativos y necesitamos conceptos novedosos que desactiven el automatismo clasificatorio de la mente. Así, que el pasado ya no arroje su luz en el presente y el espíritu del hombre vague en la oscuridad, da cuenta del declive de la orientación y tutela de la tradición.

Para Arendt la interrogación fue: ¿cómo dar cuenta de un suceso que evidencia que convicciones morales tan básicas e incuestionables como “no matarás” o “no levantarás falso testimonio”, vinculantes e inapelables hasta el siglo XX, puedan revertirse en principios legítimos de acción? O también, ¿cómo dar cuenta de los regímenes –ahora nominados como totalitarios– sin incluirlos en las habituales tipificaciones de la teoría política: dictaduras, fascismos, despotismos, tiranías, etcétera? Para la pensadora, no es el genocidio ni el exterminio masivo lo novedoso, sino la increíble ausencia de una estrategia instrumental que racionalizara las matanzas; en otras palabras, éstas no respondían a propósitos bélicos.

Pese a esta similitud de circunstancias que enmarca el pensamiento de los autores, entendemos que los distancia su posición frente al valor de las costumbres. Sólo si el lector de Arendt se posiciona frente a la circunstancia del fenómeno totalitario, cuya criminalidad Arendt estima inconmensurable respecto de otras formas abusivas de gobierno, y cuya raíz proclama encontrar en la ausencia de pensamiento y la incapacidad de juzgar, puede entonces comprenderse la distancia fundamental entre Arendt y Tocqueville. Mientras que éste posiciona las mores –los “hábitos del corazón”, las opiniones e ideas– como tutela y último garante de rectitud de las leyes, Arendt advierte sobre el peligro inherente a los cuerpos políticos, cuyas instituciones debilitadas han perdido la energía legitimante (el poder del pueblo organizado), y se sostienen por la sola fuerza de las costumbres. Cuando las instituciones o las leyes pierden credibilidad y su poder de vinculación se debilita, como en los casos de relativa a-nomia; cuando el respeto por las leyes no es transmitido como un valor en las escuelas, ni ejercido en la práctica por los funcionarios públicos, o cuando los intelectuales proclaman alegremente que el proyecto político está por encima de la ley, entonces las fronteras que configuran lo público se desdibujan, y la interacción de los ciudadanos se cimenta más en la simple persistencia de los hábitos, y en los sucedáneos de la praxis política, como las ONG o las asociaciones civiles que, para no caer en la trampa del clientelismo, se yerguen independientes. Las costumbres y los buenos hábitos de conducta civilizada, aunque pueden sostener y regular la convivencia, no se ubican –en rigor– en el plano político, sino en el social. Cuando imperan las costumbres, los hombres –hablando rigurosamente– no se comportan como ciudadanos, sino como individuos privados. Si bien orientan la interacción, al no tener el respaldo de la ley, los hábitos de conducta civilizada pueden ceder al peso de la bancarrota institucional, y en casos de anomia y caos, las costumbres permanecen mudas o, en el peor de los casos, pueden cambiar de la noche a la mañana como los modales en la mesa, como lo verificó Arendt en sus propios contemporáneos.

La ruina política acontece cuando se mina la estructura de legalidad, ya sea porque las acciones discrecionales del gobierno no respetan sus límites o, también, cuando se vuelve cuestionable la fuente de la legitimidad de esas leyes. Ambos casos vulneran su autoridad; cuando las leyes pierden credibilidad –afirma Arendt– disminuye la capacidad para la acción política responsable y las personas “dejan de ser ciudadanos en el sentido fuerte del término”. Aunque las costumbres y las tradiciones permanezcan intactas y, a falta de una estructura confiable de instituciones autorizadas, actúen como el marco de estabilidad que sustenta la vida en comunidad, las personas se comportan en conformidad con los patrones morales, mas no como ciudadanos, sino en calidad de personas privadas. Es decir, interactúan y tratan a sus conciudadanos como si se tratara de miembros de su familia; observan las normas básicas de la vida en comunidad o pagan sus impuestos porque así se los indica su conciencia, que les dice, por ejemplo, que es inmoral evadir impuestos. Pero cuando las instituciones flaquean, los funcionarios públicos son los primeros en arrogarse privilegios y la praxis política es a tal punto discrecional, que se vuelve un asunto privado, precisamente porque si está abierto a la mirada de todos (si es público), rápidamente –creemos– merecería la reprobación general y la reacción de la justicia. Es en esta circunstancia cuando los hábitos morales no son confiables a perpetuidad. Cuando declinan las instituciones y esta situación se prolonga en el tiempo, la confianza en la persistencia de las mores es relativa, precisamente porque la anomia y la arbitrariedad se vuelven un asunto público y la corrupción, una práctica cotidiana. Es decir, todas aquellas prácticas discrecionales o abusivas que suscitarían escándalo, indignación y la intervención de la justicia cuando gobiernan las leyes, mudan en praxis cotidiana; dejan de revelar criminalidad y corrupción, y empiezan a ser estimadas normales. Cuando imperan las instituciones, a nadie le interesa actuar al margen de la legalidad y volverse un individuo privado. Creemos que pretender ser la excepción a la norma es –por definición– un asunto privado, salvo que la excepción se vuelva la norma y los principios de conducta tradicionalmente considerados inmorales, se vuelvan públicos y honorables. En tal situación, los hábitos –convicciones, maneras, estereotipos, comportamientos– que regulan la convivencia y la praxis de una nación débil en instituciones y –por ende– fuerte en personalismos, suelen sonar descabellados e incomprensibles para ciudadanos cuyos hábitos están cimentados en el orden, en la independencia de la justicia y en el respeto por las leyes. Cuando no hay privilegios discrecionales y cuando la transparencia de los asuntos públicos está a la vista de todos (aunque sea un ideal, puede regular como índice de la actividad siempre perfectible de la praxis política), es poco probable que se elija permanecer en la oscuridad de lo privado y erigirse en la excepción, es decir, vivir y actuar afuera del marco de la legalidad.

Creemos que lo que Arendt observó en su patria es la declinación de la buenas costumbres, que no pudieron ser lo suficientemente sólidas ante la ruina de las instituciones; cuando las prácticas arbitrarias y la ilegalidad se impusieron, fueron muy pocos los que no cedieron a la elevación pública de lo que –en situaciones normales–, deberían ser prácticas no sólo ilegales, sino también inmorales. En otras palabras, cuando las acciones inmorales y políticamente reprensibles (la delación, la corrupción, la discrecionalidad, la expropiación, el asesinato), aquellas que en situaciones normales permanecen ocultas y se ejecutan en privado, pasan a ser los principios conforme a los cuales los ciudadanos se comportan públicamente, en tal circunstancia, las mores ceden. Y el individuo que se mantiene fiel a los preceptos del foro de su conciencia (aquel al que consideraríamos decente y respetable), pasa a ser un purista que se erige en excepción y que, políticamente hablando, suele ser irrelevante.
Arendt es una pensadora de lo extra-ordinario y es preciso intentar situarse en su posición para comprender su fatal desconfianza hacia las costumbres, que –como subestima la autora– no son más que eso: segundas naturalezas, mores, hábitos estandarizados heredados o enseñados, de cuya honorable procedencia –empero– no duda. El problema es que solemos recurrir a ellos sin escrúpulo, aun cuando las circunstancias ameriten poder dar cuenta de esas mismas categorías de juicio y de conducta. Arrastrados sin examen –sentencia la pensadora–, se vuelven estándares osificados y sucedáneos inertes de la habilidad de juicio, que los sustenta. Habituados a tener siempre a mano un set de reglas habituales, nos acostumbramos a no juzgar por nosotros mismos, y ya no importa tanto el contenido de esas reglas, sino el hecho de que haya reglas, cualesquiera.

Creemos que ni siquiera los modales en la mesa (como tampoco cualquier hábito, moralmente bueno o malo) pueden mudarse con tanta celeridad, pero Arendt se atiene a lo que observó en la sociedad respetable de su tiempo. El fenómeno de la Gleichschaltung (la uniformización totalitaria de actitudes, prácticas y convicciones), el culto a la personalidad del Führer y el desprecio por las instituciones evidenció la resolución con que sus compatriotas abrazaron un nuevo código de conducta que incluía la delación, el asesinato o la mentira. Estas prácticas despreciables no constituían per se ninguna novedad ya que la historia podía y puede dar cuenta de ellas, lo nuevo era que habían sido elevadas a principios respetables (y públicos), y se esperaba razonablemente que todo miembro o simpatizante del partido (es decir, todo ciudadano respetable) las adoptara. Esta circunstancia la condujo a defender el imperio de la ley y de las instituciones por sobre la confianza en las normas morales y las buenas costumbres. Cuando las instituciones flaquean las costumbres ceden y sobreviene la ruina política: el personalismo y la arbitrariedad.

La procedencia de nuestros hábitos de comportamiento y categorías de pensamiento es variable. La fuente de nuestras valoraciones éticas y los criterios de apreciación política puede no ser la misma para todos; las raíces religiosas y culturales de un país cimentado por inmigrantes no son uniformes. Arendt, que alertó precisamente sobre el peligro de la homologación de opiniones y convicciones, juzgó inexcusable el poder de juicio independiente. Creyó que todo hombre, sin importar su procedencia, su cociente intelectual o su nivel académico, puede ejercer la capacidad de juzgar libre de prejuicios o preceptos operativos aceptados masivamente. Así, la posibilidad de distinguir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, se mantiene activa aun en épocas de derrumbe moral y de ruina política generalizados. Esta capacidad eminentemente política –el juicio ciudadano– destaca en escena pública de manera sobresaliente, no con los políticos profesionales, sino cuando el ciudadano común habla y actúa.

 

La autora es filósofa

1 Readers Commented

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  1. horacio bottino on 22 febrero, 2016

    También empieza a predominar la plutocracia sobre la república y la democracia.

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